Henrietta es una negra de ojos
grandes color negro mineral, brillantes
y profundos; sombreados por unas hermosas pestañas. De pómulos prominentes,
mentón firme, gruesos labios, y pelo ensortijado que recoge con un pañuelo
primorosamente anudado.
Fue capturada en algún lugar del África
Occidental, traída en una vieja goleta como tantos otros y vendida al mejor
postor en los mercados de esclavos de Luisiana, Nueva Orleans. Esclava en una plantación de azúcar, algodón
y tabaco.
Es Domingo. Henrietta prende unas
astillas detrás del barracón, y pone a cocer
en el caldero unas mazorcas de maíz. Mazorcas por toda comida, se
lamenta. Y la prole de negritos cada día más numerosa.
Sus pechos, grandes como cántaros ya
no pueden amamantar, pasó el tiempo de lactancia. Sus hijos, muy crecidos ya,
trabajan en la plantación. Aunque no hace mucho que perdió su esbelta figura,
ahora se ve como una negra oronda “mamis” de todos los negritos de la
plantación. Y aunque sus pechos no dan leche, siente la obligación de
alimentarlos, al fin y al cabo todos son hijos de la plantación.
Ahora, mira la llama impertérrita, como
hipnotizada, mientras llegan los muchachos. Todo lo quisiera ver en la llama: presente,
pasado, futuro, lo que ve y lo que no puede ver.
Los niños van llegando poco a poco.
Cada uno de ellos aporta lo que buenamente consigue: unas batatas, nueces, con
suerte algo de pescado o carne. Con todo ello, la negra Henrietta les hará un buen guiso que
repartirán y comerán en fraternal
hermandad.
Aleluya. Aleluya.
Mientras comen, conversan y disfrutan
de las historias que Henrietta les cuenta, cuentos de esclavitud y estrategias de supervivencia.
Los amos se lo permiten porque creen
que una vez a la semana no les vendrá
mal algo de educación cristiana. Esto es lo que los amos piensan que hace
Henrietta; por eso, a cada tanto, les hace repetir en voz alta aleluyas y batir
de palmas muy bien acompasadas.
Henrietta pregunta a la asamblea: Y bien, muchachos, ¿Qué pasó de nuevo por el
mundo?
El pequeño Moss, responde aún con la
boca llena: La señora Sunner, ha dicho al
ama que hoy compró una nueva sirvienta y que piensa que le ha salvado la vida
pues llegó enferma, una criatura más arrebatada de las manos del diablo.
Aleluya. Aleluya.
Otro de los muchachos pregunta: Nana Henrietta, tú viniste también en un
barco?
Bueno, digamos que me trajeron en un barco podrido y pestilente. -Henrietta arruga la nariz y los
niños ríen, baten palmas y cantan aleluyas.
Henrietta, habla en ocasiones en
tercera persona, sobre todo cuando se refiere a ella misma o a asuntos que la
conciernen -Así fue muchacho, todavía recuerda la negra Henrietta su tierra
del sol
eterno, sus gigantescos árboles… sus pies descalzos bailando con las
lluvias. Sí señor, la nariz de ésta negra recuerda el olor a peces, a sal, a
oxido, a madera podrida y el olor inmundo de la bodega de aquel barco, y el sudor agrio de muchos cuerpos
hacinados, apretados como granos de maíz.
Aleluya. Aleluya.
Esta negra vio de niña los caballos veloces, con sus trajes de rayas
blancas y negras, vio al monstruoso cuerno gigante, y al gato trepador de
árboles. Hasta que un mal día llegaron los negreros me capturaron y me pusieron
grillos en los pies, y después me compró el amo y ya todo fue vida de
esclavitud. Esta negra, desde entonces, no ha parado de hacer trabajos. Limpia
todo, guisa, despluma aves, da betún a los zapatos, trabaja en los campos, amamanta
a sus hijos y a los hijos del ama cuando no puede, y se somete a las necesidades del
amo. Pero la negra Henrietta no se queja, no Señor, siempre tuvo ésta negra buena piel para soportar el duro
sol.
Aleluya. Aleluya.
Pero el Señor todopoderoso quiso que llegara un buen día, y ese día
llegó, y ésta negra conoció a un apuesto negro cimarrón, marcado con hierro
candente. Y esta negra, le amó con toda su alma y tuvo hijos para la plantación,
pero el amo no vio nunca con buenos ojos que mi negro me visitara, por eso mandó capturarlo. Y lo persiguieron, y me lo mataron…
Se hizo un largo silencio, hasta que
comenzaron a cantar Aleluyas.
El pequeño Moss, viendo que Henrietta
se entristecía por momentos, se acerco a ella y le hizo una petición más, -¿Nos
cuentas una vez más como son los árboles gigantes allá en el África?
- Eran los árboles más hermosos de la tierra, tenían preciosas ramas y
robustas hojas. Todos los admiraban, así
es que los dioses les permitieron crecer cada vez más y más, y vivir por muchos años, hasta que un día
aquellos árboles quisieron ser como los dioses, incluso superiores a ellos, crecieron tanto que ensombrecieron a
las otras plantas más pequeñas, condenándolas a la oscuridad, pues ya no podían ver el sol. Así que los dioses
los castigaron volviéndolos del revés. Sus preciosas hojas quedaron ocultas en
la tierra y sus raíces crecieron hacia el cielo. Y de este modo dejaron luz a
las plantas y su sombra alivió del calor.
Aleluya. Aleluya.
Y eso que pasó con el baobab
podría pasar con el amo blanco? Todos celebraron la ocurrencia con
grandes risotadas, al fin Henrietta respondió: No sé, no sé muchachito, todo podría pasar porque el amo
es bastante alto, pero tendrá que pasar algún tiempo, para que a ese
larguirucho se le vuelva el pelo blanco
y los huesos mondos, y se le arrugue la
piel como a una patata vieja, pero mientras eso ocurre tú mantente alejado de
él. Tal vez algún día el amo muera de
viejo, y entonces puede que podáis salir
de aquí para construir una cabaña de tablas cerca del Misisipi
Y por qué a orillas del Misisipi?
Porque allí es donde acaban todos los negros cimarrones para vivir como
hombres libres.
Amen, Aleluya.
Y
de este modo, domingo tras domingo, generación tras generación, los
descendientes de la negra Henrietta, continuaron reuniéndose alrededor del
fuego hasta los tiempos en que se abolió la esclavitud
en la región y aún después de esto.
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