Buscaste en Internet hasta
encontrarla. La mejor en su especialidad. Ha llevado más casos como el tuyo,
tiene experiencia y ya no podías soportar más el abismo que se abre ante ti. El
vacío.
Ahora ella te habla y sus
palabras te dan vértigo. Te bajan del podio a la tierra de la que estás tan
alejada.
Te das cuenta de que una parte
de tu vida es mentira, nada, menos que polvo.
Lloras. Tus lágrimas disminuyen
un poco la presión en tu pecho.
En ese preciso instante suena
tu teléfono. Una alarma de aviso. Pides perdón y te excusas ante la psiquiatra.
Ya en el baño, te recompones,
secas tus lágrimas y te maquillas de forma mecánica. Un rostro perfecto. Tienes
que enviar un vídeo a tus miles de seguidores, no pueden vivir sin saber qué
actividad súper-interesante ocupa hoy tu tiempo.
Haces un esfuerzo ímprobo para
parecer feliz. Vendes felicidad, no puedes fallarles.
Vuelves a la sala. «Esta es mi
vida», le dices avergonzada. «Hacer creer a la gente que mi mundo es perfecto y
que ellos también pueden conseguirlo. Un trampantojo. Soy esclava de la
mentira, de las redes».
Curiosa palabra: «redes».
Porque te sientes atrapada en la red. No puedes mostrar debilidad, ni tristeza.
No puedes llorar. Tienes tanto dinero que no sabes qué hacer con él.
Te derrumbas, y la mujer que
tienes ante ti te mira con dulzura. Eres tan joven. «Llora», te dice, «llora
hasta que la verdad salga a la luz, tu verdad».
Piensas que en definitiva eres
una esclava, esclava de la mediocridad, pero que puedes dejar de serlo. Tienes
opciones, puedes elegir.
Como si te estuviese leyendo
el pensamiento, tu psiquiatra te dice: «¡Irene, puedes elegir!».
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