¿Oís las campanas? ¿Escucháis su
fúnebre tañer en la espadaña? Puede que sí. Puede que os lleguen sus ecos. Acaso
esas notas funestas traspasen vuestras almas como a mí me sucedió. De ser así,
se habrá cumplido el ciclo malhadado. Esta condena sin retorno.
Hace ya tiempo que las oí por
vez primera. Un tiempo tan lejano que resulta inabarcable. Y, sin embargo, ese
fragmento del ayer es cuanto tengo, el cabo que me liga a lo que fui. Un hilo
débil y borroso. Un ahora eterno en la consciencia. Pasado hecho presente. El
resto es la nada. Vacío absoluto. Soy preso de un bucle infinito. Maldito entre
las ánimas esclavas.
Agonizo en el silencio de una
noche inacabable sin aurora, mudez que sólo rompen, año tras año, esos tañidos
aciagos.
Es la señal que abre las
puertas hacia el mundo que dejé.
Por unas horas negras.
No soy el único. Hay otros
como yo. Cientos, puede que miles. Los siento muy cercanos pero apenas los
percibo en la negrura. Los oigo moverse, arrastrarse. A veces, incluso, gemir. La
mayoría no son visibles. Otros parecen jirones de niebla en un pozo de sombras.
Jamás intercambiamos una sola palabra. Quizá un lamento ahogado, remoto, y
luego nada. Vacío oscuro. Así hasta una nueva llamada, hasta el repique de campanas
a lo lejos.
Su eco sonoro. Erramos sin
voluntad bajo el hechizo malsano. Tornamos al pueblo silente, deshabitado.
Hacia la trampa. A un mundo que fue nuestro en otro tiempo. La marcha es lenta,
efímero espejismo de un regreso que no es tal. Algo intangible nos impele a
caminar sin resistencia. Con pasos mecánicos deshacemos el sendero que separa
el camposanto y la capilla. La inercia nos empuja a lo más alto de la torre, a
la espadaña y sus campanas. Entonces tocamos. A ciegas. Tiramos de la cuerda
con vigor de ultratumba.
¿Hasta cuándo? ¿Hasta cuándo seguiremos
prisioneros?
Somos verdugos de los que osan
adentrarse en lo prohibido. Cazadores de almas vivas.
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