viernes, 30 de abril de 2021

MANOS FRÍAS, por Tomás Sánchez Rubio.

 


Cuatro o cinco días a la semana se sentaba en el mismo sitio, frente a aquella mujer, con los hombros algo hundidos y la cabeza ligeramente levantada. Así pasaba las horas; siempre en la misma posición. La escultura estaba situada sobre una peana baja y a una cierta distancia del banco, de manera que no tenía que alzar demasiado la vista. El asiento, de terciopelo rojo, acusaba el peso de sus jornadas contemplativas con un ligero hundimiento en el centro.  El móvil, abandonado siempre a unos diez centímetros a su derecha, vibraba a su lado todas las mañanas a la misma hora, más o menos. Siempre era Ruth, que aprovechaba el momento en que volvía de desayunar para llamarlo. Y siempre era por la misma cuestión: para preguntarle si iba tardar mucho en volver a casa. En verdad, no le importaba la hora en que regresara, porque él solía estar allí cuando ella llegaba, bien acabando de almorzar, bien en el sofá mirando con ojos inexpresivos la televisión sin prestarle apenas atención.

            Ruth sencillamente deseaba hablar con él aunque fuera unos segundos, escuchar su voz. También albergaba la esperanza de que quizá algún día él anduviera cerca de su trabajo y así poder verse en la calle unos minutos. Joaquín, sin embargo, forzado a salir de su ensimismamiento por el impertinente zumbido del aparato, fruncía el ceño de un modo hostil y, mirándolo como el niño mimado que no soporta ni la menor amonestación por parte de sus padres, normalmente rechazaba la llamada pulsando el botón rojo. Volvía entonces a su aislamiento pero con el regusto amargo del fastidio que representaba la presencia de Ruth en su vida, a la que creía incapaz de valorar lo que él hacía, apreciaba o admiraba. Qué gran soledad la del artista...  No obstante, tampoco le costaba demasiado adentrarse de nuevo en la contemplación de la marmórea figura que tenía delante. Su frente recta, los labios finos pero bien dibujados, sus brazos bien torneados, frágiles muñecas... Le parecía hasta poder distinguir pestañas en los párpados entrecerrados. Los pliegues de la túnica jugaban con la luz a su capricho. Joaquín consideraba que más que en una sala de museo, aquella imagen el nombre “estatua” le repugnaba era digna de un jardín, de un patio no demasiado grande ni frondoso, acompañada por el canto de los pájaros y el rumor del agua de alguna discreta fuente de cerámica.

            Había escuchado que las esculturas antiguas se pintaban de vivos colores, pero de alguna forma se resistía a la idea de que la suya los hubiera tenido un día, queriendo pensar que la palidez del mármol implicaba la perfección completa, como si hubieran pretendido los griegos y los romanos que sus creaciones fuesen ciegas y desprovistas de todo vínculo terrenal y mundano.

            Por las tardes, tres días a la semana, Joaquín iba a una academia a recibir clases de modelado. Salía descontento y molesto, pues pensaba que nunca el resultado era el que ansiaba. Todo lo que surgía de sus manos normalmente le parecían figuras torpes e informes, lejos de la belleza que él anhelaba: la canónica hermosura que contemplaba en aquella obra frente a la cual se sentaba cada mañana. Lo peor es que, como suele ocurrir con los espíritus que se tienen a sí mismos por grandes, él pagaba tal frustración con su compañera Ruth, como si en última instancia ella fuese la responsable de su manifiesta escasez de habilidad tanto social como creadora.

            Joaquín había decidido dejar el trabajo hacía casi dos años. Ruth no estaba demasiado conforme con tal decisión, pero transigía porque lo quería… Ese cariño también la hacía engañarse pensando que en algún momento iba a encontrar un trabajo mejor que el que había dejado. No obstante, la verdad es que se le acababan los argumentos para seguir defendiendo ante los demás, y ante sí misma, la incomprensible actitud de Joaquín.

            Ella siempre estaba pendiente de él, cogiéndole de la mano mientras veían juntos la televisión, o bien en las escasas ocasiones en que Joaquín aceptaba salir a pasear. Esas veces, él apartaba su mano de la de Ruth quejándose de que le repelían su piel áspera y el excesivo calor que le producía. Desde siempre, desde que eran novios, la forma de ser de él había sido distante, pero ahora parecía no estar vivo. Ella le sonreía con frecuencia, buscando una sonrisa cómplice, una mirada amable, algún detalle de amor, de afecto, pero solo encontraba desaire y enfado, un enfado continuo e irracional.

            Durante una interminable tarde de domingo, mientras hacía la comida para la semana, tras haber planchado varias camisas de él, Ruth tomó una decisión.

            El martes, Joaquín se levantó muy temprano. Todo estaba en silencio, lo cual era normal, pues Ruth siempre se iba antes. Se dirigió a la salita para levantar la persiana. Cuando lo hizo, distinguió un bonito sobre apoyado en el cenicero de cristal regalo de sus padres. En el anverso se leía “Febrero”; dentro, aparte de algunos billetes, había una hoja cuadriculada de cuaderno doblada por la mitad; decía sencillamente: “Te dejo varias fiambreras en el frigorífico. Cuídate, Joaquín.”

            Sin decir nada, Joaquín se vistió, cogió el metro y llegó puntual al museo a sentarse frente a la escultura. El móvil, a su lado, pequeño y desolado sarcófago vacío, no vibró en toda la mañana. Siempre atento a los detalles, sus ojos se fijaron aquel día en las manos de la figura: finas, gráciles, delicadas... Unas manos divinamente frías.

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