Dorian Florez Zuleta |
No sabía si reír o llorar pero aquellas muecas que veía en los primeros
rostros pronto me ofrecieron un sinfín de posibilidades al comprender que no
eran un mero adorno facial y así fue como empecé a ponerlas en práctica.
Descubrí que llorar me resultaba más fácil que reír y además muy provechoso.
Conseguí de esta manera la muñeca china del escaparate con su armario lleno de
vestidos, de zapatitos de charol y lazos de tafetán y tras ella muchas más. Ese
ardid funcionó durante un tiempo aunque en alguna ocasión no dio resultado
apremiándome a buscar otros registros más drásticos como retenciones de
inspiración que enrojecían e inflaban mis mejillas cual saco vocal de una rana
para luego recuperar mi estado natural en cuanto el objeto deseado descansaba
al fin en mis manos. Así fue como aprendí qué recursos tendría a mi disposición
en años venideros.
Con la risa ocurría algo diferente. Rara vez veía la ocasión de ponerla
en práctica porque no me reportaba ningún beneficio y como las gracietas de los
adultos me incomodaban prefería llorar y santas pascuas. Tampoco veía que fuera
beneficiosa para mi hermana cuando salía sonrojada y carcajeante de su
habitación con las manos vacías sin premio alguno. Al rato aparecía el novio
que siempre se llevaba el dedo índice a los labios conminándome al silencio y
mirándome con cara de haber roto algún plato. Tampoco él había ganado nada, o
eso me parecía entonces.
Fue así como, de forma paulatina y por mor de los acontecimientos que
desfilaban a mi paso, inferí que reír
debía ser un acto fútil, una herencia ancestral, cavernícola, sin contenido, en
resumen una pérdida de tiempo. Lo corroboré a los seis años cuando nació mi
hermano y mi madre no paraba de llorar. Yo no entendí que lo hiciera puesto que
había conseguido lo que quería, pero su frase rubricó la evidencia empírica:
“Estoy llorando de alegría”
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