No sabía si reír
o llorar. Una tímida gota de sangre asomaba por la herida en su epidermis,
resultado de rasgar el sobre con brío. Ya era hora de recibir noticias de la
editorial. Pero la decepción fue grande al comprobar que el importe del cheque
apenas podía cubrir las deudas que había acumulado en los últimos meses. Veinte
mil miseras pesetas, y una advertencia: no habría más dinero hasta la recepción
del borrador de la siguiente novela; y una fecha límite, tres meses, o se
verían obligados a rescindir el contrato, con la consiguiente devolución de los
importes adelantados. «Cabrones», masculló dejándose caer sobre un sofá
atiborrado de ropa usada. Levantó y agitó varios botellines de cerveza que
rodaban por la mesa, de ninguno pudo extraer jugo alguno. A su mente vino la
imagen de Amanda, y sus últimas palabras antes de marcharse: «Ya no eres el de
antes, Gustavo».
Y tenía razón.
Cuando por fin su sueño se cumplió, no tardó en mandarlo todo a la mierda.
Aquel premio con su primera novela, el éxito llamando a su puerta por sorpresa,
las entrevistas, los reconocimientos de crítica y público, incluso de sus
propios colegas de profesión, un auténtico torbellino de nuevas experiencias
entró en su vida. No supo asimilarlo. Se rodeó de gente interesada, moscones de
distinto pelaje que se bebían su dinero sin escrúpulos. Luego vinieron las
mujeres, tantas y tan fáciles, se convirtió en un auténtico crápula. Demasiado
aguantó Amanda esa vida de excesos. Pero cuando el capital se fue acabando,
después de casi un año, llegó también el olvido. La emergente figura de las
letras tenía un contrato que cumplir, pero la vorágine se comió al genio, y
éste, sin lámpara que frotar, se ahogaba en la botella.
En aquella
pocilga en la que se había convertido su céntrico piso era imposible dar un
paso sin tropezar, ni mucho menos, pensar de forma ordenada entre tanto caos.
En un momento de lucidez, se decidió a dar aviso a la portera para que le
ayudara a limpiar y adecentarlo, ya se había encargado alguna que otra vez tras
fiestas sin fin. Se aseó, tras muchos días de incuria. En el lavabo dejó los
restos de una descuidada barba, y salió a la calle; al principió deambuló sin
rumbo, luego sus pasos le llevaron a la puerta de la Real Academia de la
Lengua. Quién sabe si, de forma inconsciente, se aproximó a la “casa de la
palabras” buscando la inspiración en “los inmortales”, sillones ocupados por
figuras veneradas de la literatura patria. En el pasado pensó que alguna de
esas poltronas, algún día, sería suya, que se codearía con los maestros de la
prosa y la poesía. Ingenuo. Del estrellato al “estrellado” solo había un paso.
Era necesario que volviese la magia, que las palabras se combinasen en su
cabeza de esa forma que ni él mismo entendía, que las frases brotaran como si
de un manantial se tratase, a borbotones, ordenadas y melódicas.
Cuando regresó al
piso, parecía otro. Al menos, mobiliario y suelo volvían a estar a la vista, la
cocina sin un solo cacharro. Jacinta todavía estaba allí, se afanaba en dejar
expedita la mesa del despacho, sobre la cual su “Remington” esperaba ansiosa
ser de nuevo aporreada, exprimidas sus teclas hasta la extenuación de las
falanges. La papelera acumulaba hojas apenas mancilladas, arrugadas y arrojadas
con desdén, fruto de la frustración. Esta circunstancia no pasó desapercibida
para la mujer, que ya no cumplía los sesenta, y que, en un aparente acto
filantrópico, se ofreció a ayudarle.
—Perdón por
meterme donde no me llaman, Don Gustavo— se dirigió al joven con extremada
educación— pero a la vista de este montón de papeles, me da la sensación de que
está pasando por un “bache creativo” —apostilló el final de la frase
acompañándola de una mueca y un vaivén de cabeza.
El joven no se
tomó a mal este acto de intrusión en su intimidad. Muy al contrario, estaba
cansado de contemplar las musarañas desde su silla, esperando que las musas
preñaran su mente, así que cualquier ayuda, del tipo que fuese, sería
bienvenida, tal era su desesperación. Le instó a seguir hablando.
—Pues verá, yo
conozco a una persona, es de por allí de mi tierra leonesa, que ha ayudado a
otros como usted, que por lo que sea se han atascado y no se les ocurre de qué
escribir. ¿Conoce usted a un tal José María Merino? Pues este señor, que me
dijo mi amiga que tenía mucho talento, un día acudió a ella porque no sabía de
donde sacar ideas para su nuevo libro. Pues fíjese que a otro año le dieron un
premio importantísimo, por lo visto.
Así, en una
primera impresión, todo aquello le pareció a Gustavo un cuento chino, pero
claro, aquella inculta estaba hablando del maestro Merino. ¿Y si la patraña
ocultase algo de verdad? Inquirió:
—Pero esa amiga
suya, ¿tiene estudios? ¿A qué se dedica? ¿Y qué pide a cambio de “sus
consejos”?
La otra, sin
dejar de menear el plumero, le respondió con desgana.
—Ah, yo de eso no
tengo ni idea. Si quiere, yo le doy su dirección, y va usted y le pregunta, y
si se apañan, pues bien. Ya le digo que no será ni el primero ni el último que
pasa por allí pidiendo ayuda.
Esa noche, sobre
sábanas limpias, estuvo sopesando la propuesta que le lanzó la portera. Seguro
que aquello era una tontería, alguna aprovechada que quería sacar tajada de
incautos con necesidades. Pero, por otra parte, ¿qué podía perder? Estaba
totalmente bloqueado desde que se marchó Amanda, era ella su fuente de
inspiración, la que corregía y releía sus escritos hasta que tomaban la forma
definitiva.
Al día siguiente,
cansado ya de ver el folio en blanco, tomó la decisión. Buscó el trozo de papel
con las señas que le garabateó Jacinta. No estaba lejos de allí. Se enfundó la
gabardina y, viendo que empezaban a golpear unas gotas en las cristaleras,
empuñó su paraguas verde aceituna, lanzándose escaleras abajo. En apenas quince
minutos, bajo la pertinaz lluvia de otoño, llegó a las proximidades de un
caserón decimonónico del barrio burgués. Comprobó de nuevo la dirección
mientras la tinta se desleía en el papel bajo el impacto del agua. Debía de
tratarse de una broma de Jacinta, aquel parecía ser el hogar de algún
descendiente de la decadente nobleza palaciega. Le extrañó que tuviese una
relación, ni siquiera remota, con alguien de su condición.
A pesar de las
dudas, ya que estaba allí, se propuso despejarlas. Tras la recargada reja, un
amplio parterre algo descuidado, con buganvilla marchita, y un poliédrico
entramado de yedra de diferentes tonos, desde el ambarino hasta el sinople,
ascendiendo por el costado del inmueble. Una pequeña escalinata blanquecina le
condujo a la puerta. No halló timbre, así que hizo uso de la aldaba en forma de
lagartija de hierro. Al poco, una rendija se abrió en el umbral, y una joven
con aspecto oriental le preguntó qué deseaba. Preguntó si era esa la vivienda
de Doña Calíope, y al obtener respuesta afirmativa, se presentó y solicitó
audiencia con su señora. Tras atravesar el recargado zaguán, ascendieron por
peldaños de pulido alabastro hasta el piso superior, donde le conminó a que
aguardara sentado junto a una ventana. El nublado dio una tregua y la luz
inundó la estancia, por lo que pudo recorrerla con la mirada. Parecía que el
tiempo se había detenido hacía décadas en aquel lugar. En derredor, una inmensa
colección de objetos variopintos, relojes de pared y de mesa, jarrones y
cerámicas, mobiliario de roble, una gran lámpara de araña colgando de un techo
que ofrecía una composición al estilo renacentista pintada al fresco. La espera
fue breve. De una puerta, a su frente, una sombra emergió sigilosa, tan solo
acompañada por el repiqueteo de su bastón en el solado. La encorvada figura se
aproximó y tomó asiento no sin dificultad en un sillón orejero anexo a una mesa
camilla, a un par de metros escasos de donde él se encontraba.
—Buenas tardes,
Gustavo— le saludó la anciana con voz chillona. —Gracias
por venir a visitarme, hace tiempo que no tengo una conversación interesante
con nadie, espero que usted también obtenga lo que ha venido a buscar.
Este
recibimiento le pareció intrigante al joven escritor. ¿Acaso le había
reconocido o intuía cual era su propósito?
—Porque
ha venido a lo que vienen todos, ¿no es cierto? Creo que podré ayudarle, no se
preocupe, solo tiene que prestar algo de atención, el resto tendrá que hacerlo
usted solo, pero confío plenamente en sus habilidades.
Buscaba
en su cabeza las palabras adecuadas para responder a la mujer, al tiempo que
observaba su fisonomía. Los ojos hundidos y pequeños hacían resaltar aún más su
prominente nariz. Su pelo corto y pardo y su escasa envergadura le conferían
similitud con una musaraña campestre.
—Buenas
tardes, Doña Calíope— comenzó su alocución—. Antes que nada quería agradecerle
que me haya atendido tan amablemente sin haber mediado cita previa.
Efectivamente, tengo entendido que usted ofrece determinada “ayuda” a
escritores que en algunos momentos encontramos dificultades para proseguir con
nuestra carrera, ya sabe que las musas suelen ser esquivas en ocasiones. Ese es
mi caso a día de hoy.
—Entiendo—
le respondió la septuagenaria—, ya le he dicho que no tiene de qué preocuparse,
mis “niños” me avalan, y a poco que ponga en práctica su talento, el éxito no
tardará en volver.
Y
mientras decía esto, señalaba con su artrítico dedo a la estantería que tenía
tras de sí. Plagada de decenas de volúmenes, en sus lomos Gustavo pudo leer
títulos de los más consagrados talentos de la literatura hispana de los últimos
cuarenta años.
—¿Quiere
decir que conoce a todos esos autores?
—Todos
ellos se han sentado donde usted está ahora mismo, alguno de ellos en más de
una ocasión. Pero sepa que solo estaré dispuesta a ayudarle, como a ellos, si
acepta el pacto que le voy a proponer.
«Ahora
es cuando seguramente me pedirá dinero a cambio de contarme alguna manida
historia, que habrá sacado de algún viejo libro olvidado, para que trague el
anzuelo», pensó el autor.
—Usted
dirá, le escucho con atención—le contestó, a pesar de su incredulidad.
—Es
muy sencillo, joven, es una fórmula que será beneficiosa para ambos, ya lo
verá. Si acepta la propuesta, mantendremos una larga charla en la que yo le
relataré una historia. Si quiere, puede indicarme una temática que sea de su
interés, intentaré adaptarme a sus necesidades. Podrá tomar las notas que
considere oportunas. Cuando salga de aquí, la historia será suya, y le aseguro
que es genuina, nadie podrá acusarle de plagio, en eso, permítame, tendrá que
confiar en mí, aunque podrá hacer, obviamente, cuantas averiguaciones crea
oportunas. A partir de ahí, como antes le decía, confío plenamente en sus
facultades narrativas para darle forma a la historia. A poco afán que ponga,
seguro que alguna editorial la encontrará suficientemente atractiva para su
publicación.
—¿Y
dónde está su beneficio entonces?
—Esta
es la parte del pacto que tendrá que valorar antes de continuar. Confío tanto
en sus capacidades literarias que estoy segura de que la obra será merecedora,
antes o después, de algún premio en metálico. Pues bien, la mitad de ese
premio, el primero que reciba la novela, tendrá que ingresarlo, digamos en un
mes, en mi cuenta corriente. Pero hay un segundo requisito. Como ve, soy una
persona con una movilidad reducida, no puedo valerme por mi misma, y preciso de
la ayuda de otros para casi cualquier cosa. Pues bien, en algún momento, podré
solicitar de usted que me haga un “favor”.
Si ya
la primera parte del pacto le parecía, cuanto menos, peculiar, este otro
aspecto hizo que Gustavo dejara escapar una mueca mientra repetía las últimas
palabras de su interlocutora.
—¿Un
favor, dice?
—Por
favor, no piense mal, no tiene nada que ver con la carnalidad, si es eso lo que
le preocupa— y se rió a carcajadas como una chiquilla—. No, se trata de algo
asequible para usted, no puedo ser más concreta ahora, dependerá de mis
necesidades en un momento dado, pero llamémosle mejor un encargo, un recado,
algo que hará usted en mi nombre, simplemente. A cambio, todo lo que estamos
hablando aquí y ahora, será totalmente confidencial, nadie sabrá nunca nada
sobre su fuente de inspiración.
Si
todo lo que decía la mujer era verdad, en ese momento entendió cómo podía
permitirse ese nivel de vida, en esa estantería había visto más de un premio
Cervantes, Planeta, Alfaguara o Café Gijón.
—Hay
una cosa, en realidad varias, que me sorprenden de este “negocio” suyo. La
primera es que, si tanto confía en la calidad de sus historias, no entiendo
cómo no se dedica usted misma a escribirlas, así no tendría la necesidad de
recurrir a nadie, podría obtener fama y fortuna propias. Y también me sorprende
que confíe tanto en los que acudimos aquí. ¿Cómo sabe usted que, en el
hipotético caso de que ganara un premio, le daría la mitad pactada?
La
señora esbozó una sonrisa antes de contestar al ingenuo que tenía delante.
—Respondiendo
a su primera pregunta, de entre las pocas virtudes que tengo, una no es
precisamente la paciencia, ni tampoco poseo la habilidad para darle forma
artística a mis pensamientos, creo que es mejor que sean los auténticos
profesionales los que pongan su talento al servicio del noble arte de la
escritura. Y sobre el otro tema, desde que entró aquí he tenido el
presentimiento de que podía confiar en usted, parece una buena persona y no
creo que fuese capaz de engañar a una anciana, ¿verdad? Y en cualquier caso,
sabría donde encontrarle, sé donde vive...
Gustavo
cayó entonces en la cuenta. Jacinta se había encargado de ponerla en
antecedentes, tanto de sus dificultades económicas como de la necesidad de entregar
material a la editorial.
—¿Alguna
otra pregunta antes de que tome una decisión?—inquirió la añosa mujer.
—Solo
una más. Aparte de estos libros, de los que dice ser, de alguna forma,
coautora, supongo que tendrá una amplia biblioteca, o habrá leído mucho a lo
largo de su vida, o es que su imaginación es muy fértil y es capaz de ver una
historia en una simple anécdota. Con esto quiero decir, en resumidas cuentas,
que si a la mayoría de los mortales nos cuesta horrores encontrar un tema para
que, a base de esfuerzo, lo convirtamos en una novela, ¿de dónde saca usted las
historias?
—Joven,
eso sería entregarle la gallina en lugar de venderle los huevos, ¿no le parece?
Sí le diré que normalmente se menosprecia la sabiduría popular, y no
necesariamente los más leídos son los que conocen historias más interesantes,
hay otros mundos y otras formas de contar que pasan inadvertidos para la
mayoría. No se imagina la cantidad de cosas que se pueden aprender en cabañas
de pastores, o a la lumbre de un filandón...
Por
un momento se hizo el silencio. Efectivamente, era una pregunta absurda, sería
como pedirle a un mago que desvelase el truco.
Gustavo
pensó de nuevo en las veinte mil pesetas y en lo poco que le iban a cundir, y
sobre todo, pensó en esa cuartilla que no terminaba de manchar con la cinta de
su vieja Remington, suspiró profundamente y finalmente verbalizó su
pensamiento:
—Acepto
el trato.
—Bien,
sabía que lo haría. No se arrepentirá, ya lo verá. Pero antes de empezar, deje
que le ofrezca algo, un café, o tal vez prefiera un refresco. Y no rechace los
frijuelos, están exquisitos...
La
tarde se prolongó por más de dos horas. Tiempo durante el cual, absorto,
Gustavo escuchaba cómo le relataba una suerte de historias entrelazadas,
perfectamente hilvanadas, como tejidas por una meticulosa araña, y que
terminaban en un final impactante. A pesar de la tosquedad formal y del
lenguaje sencillo de la dama, le pareció que los personajes estaban
perfectamente dibujados, dotados de gran fuerza y dinamismo. Desde un primer
momento, vio que con este material había posibilidades de construir una
narración que pudiera ser atractiva para un amplio público.
Terminada
la velada, se despidieron afectuosamente, indicándole Doña Calíope que, con un
poco de suerte, volverían a verse de nuevo para celebrar su éxito compartido.
Las
siguientes semanas fueron frenéticas de trabajo. El constante martilleo de las
teclas sobre el papel, a todas las horas del día, resultaban un calvario para
sus vecinos, pero no disponía de mucho tiempo, y la verdad es que Gustavo
estaba disfrutando dándole forma a aquella historia tan compleja, viendo nuevos
matices en los personajes y tramas que enriquecían el relato primigenio. El estro
había vuelto a su lado, las palabras volvían a entrelazarse con suavidad,
abrazadas unas a otras, formando una cadena armoniosa.
Antes
de cumplirse el plazo marcado por la editorial, les remitió su borrador. Sabía
que lo que acaba de escribir era bueno, pero no imaginaba hasta que punto.
Inmediatamente le remitieron un segundo cheque, y le felicitaron por el texto,
indicándole que, antes de publicarlo, lo mandarían a uno de los más
prestigiosos premios literarios, confiaban plenamente en su calidad.
Llegó
la primavera, y con el fallo, se cumplieron los pronósticos, pasando de besar
la lona a encumbrarse a uno de los más altos pedestales. Los titulares y
reseñas eran constantes en todos los medios: «La promesa es ya una realidad».
La publicación de la novela premiada empezó a agotarse al poco de llegar a las
librerías, siendo necesario preparar una segunda edición.
Entre
presentaciones y reconocimientos, Gustavo perdió la noción del tiempo. Habían
pasado dos meses desde que recibió el afamado galardón. Tenía ya apalabradas un
montón de visitas por toda la geografía nacional para firmar ejemplares de su
obra cumbre. Y además estaba ocupado con el traslado a su nueva residencia, un
coqueto chalecito cerca de la sierra en el que poder concentrarse en sus nuevos
proyectos.
Aquella
mañana del recién estrenado estío, como cualquier otra mañana, subió a su coche
con la intención de acercarse al pueblo
serrano, comprar una viandas y departir con los paisanos, había encontrado un
placer especial en escuchar a los más ancianos contando viejas historias, le
resultaban interesantes. No había advertido que estaba siendo seguido por otro
automóvil a una distancia prudencial, la suficiente como para que, entre curva
y curva, no pudiera verlo en su espejo retrovisor. Al llegar al regato aminoró
la marcha, allí el puente era estrecho y había que fijarse por si algún
vehículo venía de frente. Al atravesarlo, de improviso, perdió el control al
sentir un impacto por la parte trasera. Trató de controlarlo pero el último
volantazo le llevó a colisionar lateralmente contra el quitamiedos, saliendo
rebotado hacia el otro lado de la calzada, hasta que el coche quedó parado,
humeante, en el carril contrario.
En el
hospital le trataron de sus heridas. Allí pasó una buena temporada, aparte del
fuerte golpe en la cabeza y magulladuras, tenía una costilla fracturada. Desde
el principio dijo que había sido embestido por otro vehículo, que no fue un
accidente, sino algo premeditado, y pidió a las autoridades que investigaran el
asunto. Pero no encontraron ni huellas en la calzada, ni restos de faros o
pintura, ni testigos que dieran fe de aquella versión, por más que Gustavo
sostenía que alguien se acercó a su ventanilla para decirle algo.
Lo
que no les contó es que lo que creyó entender de aquel mensaje era: “Paga tu
deuda, compañero”. Ni que pensaba que conocía a su agresor. Podría jurar que
aquel rostro era el de el último ganador del Premio Nacional de Poesía. La
musa-araña había movido los hilos necesarios para que su presa no se escapara.
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