No sabía si reír o llorar. Mis
sentimientos, encontrados, eran una encrucijada de caminos. Mi hermano yacía
inerte en aquella cuneta. Parecía como si el destino por fin hubiera jugado de
mi parte. Intenté acercarme a él, pero me atenazaba el miedo de que pudiera
revivir con solo tocarlo, así que me alejé corriendo de aquel lugar. No podía
detenerme. Sabía que si lo hacía vendrían a por mí y volvería a aquel lugar
oscuro y húmedo en que había permanecido no sé desde cuándo exactamente. Había
perdido la noción del tiempo. Solo había visto el sol un par de veces, o tres,
no lo recuerdo bien, mientras nos trasladaban a mí y a otros compañeros al
edificio principal.
Caía ya la tarde cuando llegué a una
casa desvencijada y, temerosa, abrí la puerta. Aparentemente no había nadie,
pero alguien había estado allí hacía muy poco tiempo: un plato con algunos
restos de comida sin descomponer parecía advertirme de la cercanía de algún
partisano evadido como yo. Porque así, “partisanos”, así nos llamaba el
gobierno invasor. Aquel gobierno que quería acabar con cualquier atisbo de
ingenio en el mundo… Mientras estaba absorta en mis pensamientos, y en el
recuerdo de mi hermano mayor tendido en el suelo, me sobresaltó el movimiento
de una sombra reflejada en el cristal de la ventana que estaba frente a mí.
Agarré un cuchillo de la mesa y me giré hacia el sitio donde se había producido
el movimiento, y grité “¿quién hay ahí?” …Caminé despacio hacia la puerta
abierta a lo que parecía ser una habitación, y atravesé el dintel. Seguí
haciendo la misma pregunta varias veces, pero no obtuve respuesta. Sin embargo,
notaba cercana una respiración.
-
Soy
un partisano −respondió de pronto una voz masculina desde debajo de la
cama.
Un chico de unos veinte años, moreno
y extremadamente delgado, salió arrastrándose por el suelo, apartando los
faldones de la colcha de la cama, hasta ponerse de rodillas con las manos
levantadas. Me dijo que no temiera, pero su uniforme caqui con la cruz del
partido en el poder, me hizo temer lo peor. Tras unos segundos de silencio,
volvió a hablar, e intentó ganarse mi confianza explicándome que había escapado
del módulo 9 matando a un guardia y colocándose su uniforme. Empuñando el
cuchillo aún, le hice ponerse de pie y nos sentamos a uno y otro lado de la
mesa. Me contó que se llamaba Alexandros, que era escritor, y que, desde la
clandestinidad, había logrado reescribir una de las novelas que había publicado
con anterioridad a la llegada de los usurpadores al gobierno. Había logrado
salvar el manuscrito de la quema ocultándolo debajo de un azulejo del alféizar
de su ventana. Aunque hubieran quemado toda su casa, el manuscrito seguiría
allí.
Su voz se quebró al hablar de su
familia desaparecida por su culpa. No los había vuelto a ver, y seguramente
estarían sufriendo las consecuencias de su empeño por continuar con su labor.
Su historia era tan parecida a la mía, que, sin meditarlo demasiado, me levanté
y le rodeé con mis brazos. En ese momento el chico podría haberme arrebatado el
cuchillo, y no lo hizo, lo que me constató que estábamos en el mismo bando.
Me volví a sentar y le conté que yo
era pintora, y que mis cuadros también habían sido pasto de las llamas. Mi
propio hermano me había delatado para salvarse, y ahora él, que me había
enseñado todo lo que sabía sobre arte en aquellos libros, había muerto por mi
propia mano, de un golpe en el occipital. Le habían dado orden de eliminarme, y
me había demostrado durante mi encarcelamiento que no hubiera dudado en
hacerlo, como lo hizo con mis padres delante de mis propios ojos.
Continuamos la charla en la creciente
oscuridad de la noche. Ambos éramos unos supervivientes de aquel régimen que
pretendía destruir cualquier atisbo de creatividad en las personas, y fuimos
conscientes de que tarde o temprano nos encontrarían de nuevo… Me narró casi de
memoria fragmentos de sus novelas, que hablaban de libertad. Durante su
reclusión había ido perfilando la reconstrucción mental de las mismas, al igual
que yo había hecho con las pinceladas de mis cuadros.
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No le había vuelto a ver desde
aquella noche, cuando llegó un escuadrón de guardias y nos separó a la fuerza;
pero le reconocí enseguida. Él me miró y se sonrió. Estaba muy cambiado, pero
su rostro aún tenía la misma frescura de entonces. Se acercó y me susurró al oído
que jamás nadie le había descrito así los colores y que tenía mis cuadros
colgados en su celda del módulo 9. Tras las torturas, cerraba sus ojos y los veía en aquellas paredes mugrientas.
Tuve entonces la certeza de que algún
día, por muchos años que pasaran, y aunque nosotros desapareciéramos, acabaría
aquella sinrazón… Él y yo, al fin y al cabo, habíamos seguido siendo libres…
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