Me
quedé sin palabras la primera vez que pasé por delante de aquella tienda. Y
seguí pasando cada día y mi caminar se hizo lento, cuidadoso, temiendo no
elevar algún sonido, un movimiento que delatase mi presencia. Temía llamar la atención.
Pasaba y sin apenas girar la cabeza mis ojos casi saltaban de sus órbitas
mirándolo y volvía a pasar discretamente y repetía el movimiento. Y esta vez
distinguía su pelo frondoso y dorado, sus ojos grandes, vivos y juguetones, su
color, el color de sus ojos no podía precisarlo, me confundía, unas veces
avellana, otras pareciendo negros, quizá en otro momento, tal vez mañana podría
definirlos acercándome algo más a él.
Nunca
me atreví a mirar las cosas de frente, a enfrentarlas con valentía, sin el
miedo impreso en mí. Nunca intenté desear algo que pudiese ser censurado por
ella y eso, seguro, lo pasaría por su estrecho tamiz, le escandalizaría
sobradamente.
Cualquiera
de mis deseos, hasta el más pequeño, lo censura, lo estrangulaba, lo aplasta
sin compasión antes de poder ver la luz y ese lo hallará incalificable.
No
quería pensar en ella, su mujer desde hacía años, demasiados. Y tampoco podía
explicarse cómo pudo ser… Su mente se negaba a hallar la razón por más que lo
intentara. Rotundamente no la quería. Nunca, que él recordase, la
quiso. Por qué, se preguntaba, llegó a esa situación por qué dijo “sí” con voz
clara aquel día lluvioso y frío en el que aquella noche hicieron el amor
apresuradamente, sin hablar, sin una palabra de amor y aún después, mucho
tiempo después, siguieron sin decirse nada.
Jamás
tuvieron lo más mínimo en común. Ni tampoco se explicaba, en todos los años
pasados con ella, por qué alguna vez no dijo basta. Querría tener el suficiente
valor para poder decirle: "nunca te amé" y ser él mismo, expresar ese
“yo” que llevaba dentro y que ella desconocía.
Sentado
en aquel viejo banco pintado de verde que hacía años puso el
Ayuntamiento, imaginaba que el mundo podría cambiar, hacerse más
humano, aceptando a cada cual como era. Pero qué suposición estúpida
estaba haciendo, la de un loco sin razonamiento. ¡El mundo sería infinitamente
peor haciéndolo más humano! Tendría que deshumanizarse, deshumanizarse para
volver a componerse de otra manera, mucho más racional de lo que era ahora. Y cómo,
no podía imaginarlo; diferente, otra clase de seres, tal vez semejantes a los
llamados animales racionales que ahora existían, sin embargo no estos, sino
otros que no tuviesen que ver con los de ahora.
Le
parecía llevar media vida frente a aquella tienda, observándola y no hacía
siquiera tres meses que pasaba a diario por delante de ella para mirarlo unos
instantes, el tiempo justo para que nadie lo identificase, ni dijese: ¡mira ese
estúpido viejo, pasando sin cesar por el mismo lugar, qué intentará…, qué razón
habrá!
Unos
meses, tan sólo unos meses, algo menos de tres, que se sentaba en aquel banco
que puso el Ayuntamiento entre dos calles convergentes junto a una fuente. Un
lugar concurrido, la gente iba de un lado a otro y aunque desde donde estaba no
consiguiese verlo, lo sentía próximo. Y se estremecía de sólo pensarlo,
imaginando que alguna vez podría ser suyo. Se preguntaba si aquello sería la
tan cacareada felicidad. Ese estado del que tanto oía hablar y tan divergente
de la tristeza.
El
tiempo transcurría deprisa y no podía permitírselo. Tendría que decidirse,
arriesgarse, dar el paso definitivo. Podría volver mañana y ya no verlo. ¡No
volverlo a ver jamás! Hasta podría verlo pasar junto a alguien desconocido
mientras, él, estúpido, permanecía sentado en aquel banco sin poder
hacer absolutamente nada por detenerlo. Y sobre cualquier otro razonamiento, no
tenia años para esperar en un viejo banco pintado de verde, dicho mejor, sí
tenía años, muchos, demasiados para ver pasar la única ilusión que durante
todos aquellos años se permitiera. Una decisión que le afectaría para el resto
de años que le quedasen, lo sabía.
Entraría
en aquella tienda, pese a su mujer, a su desprecio extraviado por cualquier
animal, pese a todo lo aconsejable, a todo orden establecido por ella. Pagaría
lo que fuese por aquel Golden Retriever que deseaba desde hacía casi tres meses
y desde toda su vida…, desde la primera vez que vio uno trotar torpe por la
calle, torpe y esponjoso. Éste llevaba tiempo, demasiado humedeciendo con su
sonrosada lengua el cristal del escaparate donde se vendía. Lo vio crecer allí
metido como un espécimen peligroso entre cuatro paredes traslúcidas. Compraría
allí mismo, en la misma tienda, un collar que rodease su cuello ya robusto y
aquella correa que ocultó a su mujer, aquella correa que llevaba años comprada
y escondida en la profundidad de su armario, serviría ahora para llevarlo
sujeto hasta su casa, pasase lo que pasase, pese a su edad y a ella y hasta que
la muerte de cualquiera de ellos dos los separase…
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