Me quedé sin
palabras…Es difícil volver a encontrarse con quién te dio la vida y te la
arrebató…
Siempre tuve
celos del mar. Envidiaba como acariciabas el agua espumosa de la orilla cuando
paseabas de mi mano. Necesitabas sentir su humedad, su tacto… Te incorporabas e
inspirabas profundamente, con los ojos cerrados. Estirabas tu mano, ahí me
tenías. Me abrazabas fuerte, muy fuerte. Era como un ritual en nuestros paseos
por la playa…
Ser marinero
era duro. También lo era ser la mujer de uno. La vida en un pueblo pesquero no
alcanzaba a muchas oportunidades fuera del mar. El mar era el alba y el ocaso.
El más poderoso y el más ruin.
El pantalán
siempre fue nuestro punto de encuentro. Te encantaba mi espera en nuestro lugar
mágico. Allí, mientras el viento ondeaba
mis cabellos, acudía a tu encuentro. Escribía tu nombre en la arena de la playa
y recogía conchas para ponerlas en las macetas que decorarían las plantas. El
estómago se me hacía trizas hasta que aparecía la proa del “Travieso” entre las
brumas del horizonte. A tu llegada, corrías a elevarme por los aires, como a
una niña. Un abrazo culminaba el dolor de tu ausencia que volvería a aparecer
en el mismo lugar donde desaparecía. Era cuestión de unos días.
Necesitabas
volver a sentir el ruido del oleaje rompiendo sobre su casco. Paseabas cada día
a visitar al “Travieso” porque para ti era más que un barco. Te bastaba ver
como estaba para tornar con una intensa tranquilidad a casa. Era una ley
diaria. Pronto ansiabas ésa salitre sobre tu cara. Saborear intensamente la
brisa que acariciaba las olas del océano. Tal vez fuera adicción a la
profundidad de las inmensidades, donde el sol juega a esconderse tras los
garabatos que dibuja el horizonte.
Los días del
calendario caían tan pronto como las veces que sentía que te echaba de menos.
Una vez más partías hacia donde nacía mi dolor. Al lugar donde mis lágrimas
colaboraban a engrandecer más las humedades.
Cada tarde
iba a tu encuentro. Aunque sabía que no estabas, repetía tus acciones. Era una
forma de unirme a ti. Me agachaba en la orilla, con el cuidado justo para no
mojarme y te tocaba. Acariciaba el agua decorada con puntilla que se acercaba a
mis pies desnudos. Te sentía; te olía, inclusocasi podía palparte. A veces
fantaseaba que veía asomarse la proa de un barco en el que aparecías tú.
Procuraba que su duración fuera corta, ya que la realidad me asomaba enseguida
y me advertía del ensueño. Por un instante me sentía feliz.
Nunca sentí más la longevidad del tiempo. La espera
era interminable. Sabía en qué momento llegarías a puerto. Mi cara miraba hacia
poniente a tu regreso. Mis manos ansiaban tu piel. Mis labios, tu tacto.
Mis pies, eran como el cemento. Recuerdo cerrarme
la chaqueta enredando cada botón entre los ojales. Hasta el frío estaba en mi
contra. Perpetuo fue el instante en que una mano tocó mi hombro. Una mano
temblorosa hizo que girara mi cuerpo. Una cara desencajada, que no atendía a
mis palabras, me abrazaba. No fue necesario nada más. Las lágrimas de los
marineros suelen ser como arpones. Certeros en su objetivo. No hizo falta nada
más, ni una palabra más.
Caí al suelo. No sabía qué hacer. Quería salir
corriendo, en tu búsqueda. Quería hundirme contigo, en la inmensidad de los
mares….
Ha pasado un año. Una dura época. No he sido capaz
de venir a reencontrarme contigo. He conseguido hacerme a la idea de tu
ausencia. Sé dónde encontrarte. En el mismo lugar donde te había esperado
tantas y tantas veces…Hoy vuelve a ser una de ellas. Aquí te espero. Y volveré
a tocar tus labios. Si toco el agua del mar, te toco a ti. Es poco, pero algo
me consuela. No me queda nada más que eso. Nuevamente, me encuentro celosa del
mar. Es difícil volver a encontrarse con
quién te dio la vida y te la arrebató.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarMuy hermoso, como todo lo que escribes. Un abrazo
ResponderEliminar