Me quedé sin palabras. El pedido del señor
Aleixandre era mi último albarán. Temí por el futuro del negocio y me pregunté
qué habría hecho mi padre en tales circunstancias, pero él ya no estaba y la
responsabilidad adquirida empezaba a
agobiarme.
—Observa bien Sebas, cuando yo falte te
espera un especial cometido.
Esas palabras se las escuché por primera vez
cuando volví a casa con doce años desde la colonia de Santa Coloma de Farnés
sin comprender qué era eso tan especial que me esperaba. Ahora, un año
después de su muerte, vislumbro al fin el sentido a aquella frase.
El negocio funcionó bien desde sus comienzos quizá por lo novedoso. Mi padre
valoraba a diario el empeño del abuelo en sacarlo adelante pese al peligro que
supuso en sus últimos años de vida.
—Fue por eso que se lo llevaron aquella
noche—me confesó tiempo después.
En el momento en que mi padre se hizo cargo
presentí que el siguiente Sebastián que lo continuara sería yo.
Seis
años después de que se llevaran a mi
abuelo mi padre reabrió la tienda en los bajos de la casa familiar.
A mi regreso a Madrid las tardes las dedicaba
a ayudarle a ordenar y clasificar las estanterías mientras él me contaba
historias acaecidas dentro de aquellas paredes que mi mente infantil no alcanzaba
a discernir. A menudo me mostraba fotografías que guardó el abuelo con mucho
celo. En unas se le veía acompañado de otros jóvenes y en las demás se trataba
de señores con aspecto circunspecto sujetando un libro o en actitud de estar
escribiendo. Algunas fotografías de mujer también salieron de aquella caja,
aunque eran las menos. Todas estaban firmadas y se intuía una dedicatoria. Conservaba también una
libreta de tapas duras donde había apuntado nombres junto a los pedidos y las pesetas o céntimos
que cobraba por ellos, o bien acompañados de la palabra fiado. En otros
constaba el trueque por algún producto alimenticio, por algún libro o
cuartillas sueltas de poemas y otros escritos.
—Pasaron muchos por aquí, venían de toda
España porque tu abuelo tenía las mejores.
Yo no entendía por qué las del abuelo eran
mejores que otras, lo comprendí mucho después cuando recuperé de la trampilla
del armario aquel cuaderno.
Los días previos a la reapertura del negocio
mi padre se encerraba a escribir cartas en una pequeña sala de la casa, luego
me pedía que lo acompañara al correo. Pasaba horas esperando al cartero tras la
ventana y cuando llegaba correspondencia sonreía agitando aquel sobre cerrado con papel engomado.
—Otro que confirma mi petición de exclusividad—
le decía a mi madre, y guardaba la carta en el hueco del fondo del armario
donde no me estaba permitido meter la mano.
En cuanto mi padre recogió la autorización en
la calle Serrano 71 la puerta del negoció se abrió al público. Al principio las
ventas eran escasas porque el dinero, según decía mi madre, no estaba para
florituras sino para leche y huevos. Se plantaba frente a mi padre con la
cartilla de racionamiento y lo llamaba romántico trasnochado. Él siempre tenía
la capacidad de tranquilizarla.
—Pero mujer, no te quejes que la nuestra es de primera.
Algunas
noches les oía discutir desde mi habitación, sin colegir en mi inocencia
el alcance de sus miedos. Mi padre objetaba a cada advertencia de mi madre y
prometía no vender libros como el abuelo, sólo palabras, y que le daba igual si
venían a comprar o a vender los rojos o
los que usaban sombrero, como rezaba en el anuncio del escaparate de la
sombrerería Brave de la calle Montera. Luego, en una agitación sudorosa, yo
soñaba con personas vestidas de rojo perseguidas por señores con grandes
sombreros que alzaban sus bastones intentando alcanzarlas .
Cuando mi madre veía perdida la batalla
lanzaba su último argumento.
—Ni se te ocurra pensar que voy a dejar que
Sebas te ayude, tiene que aplicarse en su bachillerato.
Pero nada impidió que las tardes de mis años
juveniles sirvieran para intuir el funcionamiento de esos universos que los
libros llevan en su interior. Llegué a pensar que mi padre era un mago enviando
chisteras de donde salían largas cadenas de palabras que tocadas por las plumas
de aquellos señores se ordenaban y engarzaban unas tras otras sobre
interminables hojas en blanco.
Las
personas que pasaban por la tienda no siempre venían a comprar. El hambre de
aquellos años obligó a muchos caballeros de buen porte a vender lotes enteros,
otras veces las dejaban en empeño una temporada y cuando fallaban las
provisiones me pedía que le esperara en la tienda hasta su regreso del mercado
negro. Por aquella época me parecía que todas las palabras pronunciadas en voz
baja iban acompañadas de un color.
Mi padre me explicaba que las de los señores
de corbata y abrigo de paño debíamos adquirirlas a cincuenta duros y venderlas por doscientos dada su categoría y
prestancia. Yo no concebía que esas palabras
fueran más valiosas que las de los clientes de boina y alpargata, por
eso me alegraba cuando alguno salía con
un buen fajo sin pagar nada.
—Estas se las pongo de regalo—. Y me guiñaba
el ojo sellando nuestra secreta complicidad frente a las preguntas que luego
hacía mi madre.
Recuerdo una mañana, al mes de abrir la
tienda, que llegó muy temprano una señora vestida de negro. Mi padre le besó la
mano y le dio el pésame; la hizo pasar al fondo y sacó un paquete del interior del baúl del abuelo. Alcancé a
ver el nombre de Miguel Hernández en el papel de estraza donde estaba envuelto.
La señora agradeció que lo hubiera guardado durante tantos años. Al
despedirse creo recordar que mi padre le pidió que fuera con cuidado.
Años después ordené en mi mente el relato
de aquellos acontecimientos que se
sucedían en mi párvula presencia.
Los tiempos que se sucedieron, a medida que
la economía iba mejorando en la ciudad, consolidaron la fama del negocio
familiar y pronto llegaron pedidos del
extranjero. Ampliamos la tienda comprando el local colindante y se contrató a
un ayudante para el reparto y envíos por
correo. Yo solo podía ayudarle los sábados ya que mis estudios de Filosofía y
Letras se adueñaban de mi tiempo. Los pedidos se acumulaban y mi padre se
volvió muy exigente conmigo. Me recalcaba el gran compromiso que habíamos
adquirido con Don Camilo o con el señor
Ferlosio entre otros y que no admitían demoras.
Una
mañana entró en casa saltando de alegría.
La firma de don Juan R. Jiménez en aquel
extenso agradecimiento por las palabras
que le habíamos vendido los últimos años me hizo entender al fin la
trascendencia de la empresa que se traía entre manos mi familia desde la época del abuelo Sebastián.
Cuando murió mi padre, dieciséis años
después, supe al fin cuál era mi especial cometido y a los cuarenta y tres años
abandoné mi trabajo de profesor en la Universidad.
Sobre el dintel de la vieja puerta colgué el
cartel: “Negocio familiar desde 1896”.
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