Entorné los ojos para concentrarme. Tenía que pensar. Dar
con la clave de un misterio que llegó a quitarme el sueño.
Había
vuelto a suceder. La misma zona infértil. Seis años seguidos.
Dos
hectáreas de frutales produciendo en abundancia y, cosa rara, en una zona de la
finca, aquel bancal de tierra estéril: hileras de perales con la flor pero sin
fruto. Árboles que, fuera de ese punto, daban peras sin problema.
Busqué un
laboratorio para analizar el terreno y los árboles afectados. Su conclusión no
dejó dudas: ninguna anomalía. El suelo era ideal para el cultivo. No había
diferencias de drenaje con el resto de la huerta. ¿Qué ocurría entonces? ¿Alguna
enfermedad desconocida? ¿Por qué sólo en una franja tan concreta? Indagué cuanto
pude. Pregunté a los jornaleros y a labriegos ya curtidos. Cada cual me dio un
consejo. De entrada no deseché ninguna sugerencia. Sopesé los pros y contras, y
fui probando los remedios: abonos naturales, riego abundante, podar con luna
nueva… Sin resultado. Las cosechas seguían siendo buenas, excepto aquella
parcela yerma.
No me
entraba en la cabeza. Por más vueltas que le daba no encontraba solución. Para qué
negarlo, aquello comenzaba a superarme. Hasta los propios campesinos se hacían
cruces en el pueblo. Como de costumbre, surgieron las teorías disparatadas. Hubo,
incluso, quien me pidió rogar a Dios.
Quizá
recé sin fe. Tal vez no suficiente. Sea como fuere, la cosa no era lógica.
Tenía que haber alguna explicación.
Cuando
compré aquellos terrenos, la hacienda tenía todo a su favor. El clima era
perfecto: húmedo y fresco en invierno, cálido en verano. Buena tierra y el río
cerca. Los informes confirmaron lo evidente: nada había anormal. Al contrario,
si la tierra se abonaba, si no faltaba agua ni sol, si estaba descartada
cualquier plaga o enfermedad, ¿por qué en esa porción no había frutos?
Frustrado.
Confuso. Picado en mi orgullo. Así me encontraba después de seis años
devanándome los sesos.
Hasta
que un día un familiar me habló de Emilio, el
Coles.
«Hace
tiempo que no lo veo, pero, vamos, fijo que lo pillas en el bar de Alfonso. Tú
pregunta por el Coles y di que vas de parte de Pichino. Si alguien entiende de
árboles, es él.»
Emilio,
el Coles, vivía en un pueblecillo muy cercano.
Allí me
presenté al anochecer. Serían cerca de las nueve. El bar de Alfonso estaba de
bote de bote. Lo recuerdo porque a esa hora empezaba la final europea. Había un
escándalo de miedo. Las miradas se imantaban a una tele gigantesca. A voz en
grito, pedí una cerveza (entre el volumen del aparato y el vocerío general, costaba
hacerse oír). Al tiempo eché un vistazo a la parroquia congregada, hombres de
campo jubilados.
Pregunté
al tal Alfonso por el Coles.
—¡Ahí lo
tiene, en la mesa del fondo, ése del pelo blanco! —y señaló al susodicho con el
índice pringoso.
Me abrí
paso entre un marasmo de paisanos.
Emilio
alzó la vista de su plato de caracoles, fijándola en mis ojos. Parecía
interrogarme sin palabras. «¿Emilio? Buenas noches. Perdone que le moleste,
vengo de parte del Pichino, soy pariente suyo».
El Coles
sonrió. Las miradas se enlazaron sin recelos. «¿Del Pichino? Sepa usted que es
un hermano para mí. Siéntese, hombre. ¿Le gustan los caracoles? —y sin esperar
respuesta, espetó—: Ande, que le convido. ¡Alfonso, échate otra de moluscos!»
Nos
tragamos el partido, la prórroga y cuatro raciones.
Al día
siguiente, el viejo apareció en la finca. Conducía un R-6 atiborrado de trastos.
Bajó del coche y, mirando a lo alto, apuntó:
—Calor
de mayo, calor del año.
El cielo
estaba raso, desguarnecido de nubes. Ese año las lluvias se hacían las
remolonas.
Recorrimos
la huerta de punta a punta. Emilio observaba todo con avidez de científico,
atento a mis palabras. Varias veces se agachó, hurgó en la tierra, escarbó y se
llevó un buen puñado a las manos. Otras, las mismas manos resbalaban por los
troncos y la ramas. Al fin llegamos al lugar improductivo. Comprimió los ojos
con los dedos y repitió la operación. Su mirada inquisitiva parecía atravesar
la textura del suelo. Con agilidad impropia de su edad, el Coles se puso en
cuclillas. Apuntando a una línea imaginaria del bancal, dijo:
—Fíjese.
Aquí el color es una pizca más oscuro.
Era
cierto. Casi imperceptible pero cierto.
Después
se incorporó y atravesó la zona yerma. Uno a uno, el Coles fue abrazando los
perales, arrimando su oído a la corteza de los troncos. Yo lo dejé hacer. No
quise entrometerme. «Chaladuras de vejete», pensé. Total, nada tenía que
perder.
Acabada
la inspección, Emilio parecía transportado a otro tiempo. Algo rumiaba en su
cabeza. Regresamos a la casa a paso lento. Anduvimos un buen rato sin hablar.
De pronto paró en seco. Cerró los ojos como si exprimiera la memoria y me hizo
esta revelación:
—Ya sé
porqué sus árboles no dan peras. Estos perales los plantaron hace más de
treinta años. Aún siguen asustados. Aquí hubo un incendio terrible. El fuego se
detuvo en esta linde.
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