La
esperó toda la noche en un duermevela extraño.
La
oyó llegar de madrugada. La fría sala, aún entre penumbras, apenas dejaba pasar
el alba por la pequeña ventana del fondo. Escuchó su hilo de voz al acercarse a
la madre que trataba de descansar en una incómoda silla. Las miró de lejos
sabiendo de qué hablaban, pero él permaneció hierático.
Ellas
siempre derrocharon reciedumbre porque fueron valedoras de sus querencias y
despedidas y ese don que le fuera negado, forjó el trayecto de su vida lineal y
predecible; pero ya no era el tiempo de cambiar las cosas, ya nada podía hacer
para modificar una mirada turbia, una voz a destiempo o una decisión
equivocada. Ahora solo podía dejarse ir.
No
salió el sol durante toda la mañana. El día transcurría distinto a otros, más
confuso, más lento, más insustancial. Apenas prestó atención al trajín de gente
entrando y saliendo, ni al murmullo de fondo que le resultaba incluso
irrelevante. Le importaban ellas dos. Le preocupaba ella, lo que pensaría ahora
de él, lo que sentiría mañana o pasado mañana.
Nunca
se lo dijo porque no tuvo la destreza de la palabra, ni siquiera a veces de los
actos o las determinaciones. No había tiempo para entretenerse en lisonjas ni
en te quieros; tampoco supo hacerlo porque le pareció siempre cosa de mujeres.
Salir afuera le hizo bien. Ya no sentía frío, hacía
rato que había pasado y recibió agradecido el soplo cálido del mediodía. Miró a
lo lejos la intermitencia de las cortinas de luz que se movían ágiles sobre el
mar sereno con el reverbero de un mayo intenso, y le pareció oler de nuevo su
vapor salado en la piel que fuera joven. Recordó los días en los que ella le
tomaba de la mano con temor infantil en busca de protección mientras los pies abandonaban la firmeza de
la arena agitándose en el agua, y aferrada a su cuello reía feliz de sus
progresos. Su pequeña aprendió a nadar a su lado; luego se fue para crecer.
Ahora
caminaba detrás de él, rodeada de gente pero en lacerante soledad. La veía
cansada y ojerosa, sabía que no
había dormido y creyó leer sus
pensamientos pero no pudo consolarla, y continuaron el camino que ya no era de tierra como
antaño. Lo habían recorrido en algunas ocasiones, aunque esta vez le pareció
ajeno, más largo y abrupto, más lúgubre y decadente. Las copas afiladas de los
árboles que bordeaban la puerta de entrada sacudían sus ramas instigadas por el
viento que empezaba a resultar perturbador. Un pájaro se atrevió a cantar en
aquella última primavera. Apenas algunos pasos rompían la atonía en un tardo
caminar, como en esos sueños a cámara lenta, pero sólo reparaba en ella; los
demás eran sombras desdibujadas, cuerpos sin rostro o ánimas con cara sin ojos
ni boca, solo cuencas y huecos negros cerrando aquel desfile taciturno.
Y al
fin llegaron.
El
aire tibio lo envolvió por entero, y en lo alto el ocaso abrió un pedazo de
azul entre dos nubes plomizas. La vio acercarse inerme y triste, ocultando con
su cuerpo el último rayo de sol al acercarse a su frente. Oyó su respiración y
aspiró el aliento familiar cuando ella intercambió el calor de sus labios por
el rigor de su cuerpo yerto. Ya nada podía hacer, sólo dejarse ir, sentir el
peso de la cal, oír martillar su caja al retirar adornos y herrajes y desde la
oscuridad adivinar los pasos de su hija alejarse en el camino de vuelta a casa.
Sólo aquel beso en su frente le
habló de todo lo que nunca se habían dicho.
Insuperable Gloria. Encierra tanto amor contenido durante tantos años... pero tengo -como creo que tú también tienes- la certeza de que ese beso ni cayó en el vacío ni llegó tarde.
ResponderEliminarMe has emocionado. Conocer tu historia, conocer tu vida, conocerte... hace que sienta lo que sentiste escribiéndolo y cada vez que lo lees.
Él siempre estará. Por suerte Gloria, por suerte. Un beso.
Hermoso. Gracias.
ResponderEliminar