martes, 14 de febrero de 2017

El beso, por GLORIA ACOSTA




  La esperó toda la noche en un duermevela extraño.
    La oyó llegar de madrugada. La fría sala, aún entre penumbras, apenas dejaba pasar el alba por la pequeña ventana del fondo. Escuchó su hilo de voz al acercarse a la madre que trataba de descansar en una incómoda silla. Las miró de lejos sabiendo de qué hablaban, pero él permaneció hierático.  
  Ellas siempre derrocharon reciedumbre porque fueron valedoras de sus querencias y despedidas y ese don que le fuera negado, forjó el trayecto de su vida lineal y predecible; pero ya no era el tiempo de cambiar las cosas, ya nada podía hacer para modificar una mirada turbia, una voz a destiempo o una decisión equivocada. Ahora solo podía dejarse ir.
  No salió el sol durante toda la mañana. El día transcurría distinto a otros, más confuso, más lento, más insustancial. Apenas prestó atención al trajín de gente entrando y saliendo, ni al murmullo de fondo que le resultaba incluso irrelevante. Le importaban ellas dos. Le preocupaba ella, lo que pensaría ahora de él, lo que sentiría mañana o pasado mañana.
  Nunca se lo dijo porque no tuvo la destreza de la palabra, ni siquiera a veces de los actos o las determinaciones. No había tiempo para entretenerse en lisonjas ni en te quieros; tampoco supo hacerlo porque le pareció siempre cosa de mujeres.
   Salir afuera le hizo bien. Ya no sentía frío, hacía rato que había pasado y recibió agradecido el soplo cálido del mediodía. Miró a lo lejos la intermitencia de las cortinas de luz que se movían ágiles sobre el mar sereno con el reverbero de un mayo intenso, y le pareció oler de nuevo su vapor salado en la piel que fuera joven. Recordó los días en los que ella le tomaba de la mano con temor infantil en busca de protección  mientras los pies abandonaban la firmeza de la arena agitándose en el agua, y aferrada a su cuello reía feliz de sus progresos. Su pequeña aprendió a nadar a su lado; luego se fue para crecer.
  Ahora caminaba detrás de él, rodeada de gente pero en lacerante soledad. La veía cansada y ojerosa, sabía  que no había  dormido y creyó leer sus pensamientos pero no pudo consolarla, y continuaron  el camino que ya no era de tierra como antaño. Lo habían recorrido en algunas ocasiones, aunque esta vez le pareció ajeno, más largo y abrupto, más lúgubre y decadente. Las copas afiladas de los árboles que bordeaban la puerta de entrada sacudían sus ramas instigadas por el viento que empezaba a resultar perturbador. Un pájaro se atrevió a cantar en aquella última primavera. Apenas algunos pasos rompían la atonía en un tardo caminar, como en esos sueños a cámara lenta, pero sólo reparaba en ella; los demás eran sombras desdibujadas, cuerpos sin rostro o ánimas con cara sin ojos ni boca, solo cuencas y huecos negros cerrando aquel desfile taciturno.
  Y al fin llegaron.
  El aire tibio lo envolvió por entero, y en lo alto el ocaso abrió un pedazo de azul entre dos nubes plomizas. La vio acercarse inerme y triste, ocultando con su cuerpo el último rayo de sol al acercarse a su frente. Oyó su respiración y aspiró el aliento familiar cuando ella intercambió el calor de sus labios por el rigor de su cuerpo yerto. Ya nada podía hacer, sólo dejarse ir, sentir el peso de la cal, oír martillar su caja al retirar adornos y herrajes y desde la oscuridad adivinar los pasos de su hija alejarse en el camino de vuelta a casa.


  Sólo aquel beso en su frente le habló de todo lo que nunca se habían dicho.

2 comentarios:

  1. Insuperable Gloria. Encierra tanto amor contenido durante tantos años... pero tengo -como creo que tú también tienes- la certeza de que ese beso ni cayó en el vacío ni llegó tarde.
    Me has emocionado. Conocer tu historia, conocer tu vida, conocerte... hace que sienta lo que sentiste escribiéndolo y cada vez que lo lees.
    Él siempre estará. Por suerte Gloria, por suerte. Un beso.

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