El café ya se había quedado frío mientras hojeaba el periódico. Por delante, otro fin de semana. Si se organizaba bien, tendría tiempo suficiente para leer los trabajos de sus alumnos, los último del trimestre y del curso, y repasar, una vez más, el borrador del ensayo que estaba preparando. Toda una vida dedicada a la docencia, pero si echaba la vista atrás, tenía la sensación de que había dejado por hacer un montón de proyectos, de ilusiones nunca materializadas. Demasiada racionalidad, nunca le había gustado precipitarse a la hora de tomar decisiones, y para una vez que se dejó llevar por el instinto, por las bajas pasiones, su vida se convirtió en una pesadilla, ya nunca saldría a la calle tranquilo.
Sumido
en sus pensamientos, no se dio cuenta de que, desde el otro lado del cristal de
la cafetería, alguien gesticulaba. Era Mónica, una de sus alumnas más
destacadas. La chiquilla era capaz de expresar ideas muy complejas y
desarrolladas con una brillantez que no había visto en muchos años. Cada dos
por tres se la encontraba en su despacho, acudía a cada tutoría, a cada
revisión de examen. Notó desde el principio que ella sentía alguna especie de
atracción por él, no era la primera, por cierto, pero no podía permitirse
repetir errores del pasado.
Mónica
sabía donde encontrarle, más de una tarde le había seguido en su deambular por
las calles adyacentes a la facultad y conocía sus hábitos. Cual Afrodita
moderna, sabía que sus encantos no pasaban inadvertidos para cualquier hombre
que se cruzara en su camino. Los niñatos con los que compartía pupitre y que
babeaban a su paso sucumbían a sus curvas vertiginosas, pero la mayoría era
incapaz de mantener una conversación de cierto nivel intelectual, las hormonas
les impedían ver más allá de sus generosos pechos. Alfredo era distinto. Podía
ser su padre, es verdad, y su interés inicial, como le ocurrió con otros
profesores, no iba más allá de hacerse la interesante para mejorar sus notas.
Pero quedó prendada de él sin darse cuenta. Era amable y la trataba con respeto.
Sus disertaciones en clase la dejaban extasiada ante tal despliegue de análisis
y locuacidad. En definitiva, se había enamorado perdidamente de su profesor de
Psicología.
La
muchacha empujó la puerta con ímpetu, tanto que casi hizo caer de la bandeja
varios vasos que el camarero se afanaba en recoger de una mesa adyacente.
― Vaya, que casualidad, ¿no?
―le dijo con una sonrisa de oreja a oreja. ― ¿Qué hace por aquí?―en un tono
denotaba cierta falsedad, cosa que no pasó le inadvertida a Alfredo.
―
Pues ya ves― le respondió―apurando un café mientras me pongo al día de lo que ocurre
en el mundo, aunque la verdad, mejor no enterarse de ciertas cosas, dan
vergüenza― le respondió con gesto torcido, pero cargado de ironía.
―Sí,
¿verdad? ―replicó la muchacha haciendo ademán de mover la silla frente a él,
con intención de ocuparla. ―Muchas veces pienso que tenemos lo que nos
merecemos.
Alfredo
se dio cuenta de que no se trataba de un simple saludo. Tampoco era cuestión de
despacharla tal cual, total, las clases ya habían terminado, así que le daría
algo de conversación.
―¿De
verdad piensas eso? ―le dijo mientras despegaba su trasero unos centímetros de
la silla, invitándola de ese modo a tomar asiento.
Mónica
retiró la silla, y se oyó un golpe provocado por algún objeto que cayó al
suelo. Era un paraguas gris, de esos con mango corto, forrado en piel. Se
apresuró a cogerlo del suelo e inmediatamente el hombre se lo arrebató de la
mano. El día era soleado, una magnífica temperatura para primeros de junio,
cielo despejado y anticiclón para toda la semana, según los pronósticos. Por eso
le chocó tanto a la muchacha, aunque se paró a pensar un décima de segundo y la
verdad es que la imagen que tenía de su profesor siempre estaba vinculada a
aquel paraguas gris colgando de su brazo, en cualquier estación del año.
―Hoy
no creo que le haga falta―y esbozó una sonrisa burlona.
―Eso
nunca se sabe. El tiempo es tan imprevisible como el ser humano―sentenció.
―Bueno,
la meteorología se basa en una serie de parámetros cuantificables y modelos
repetitivos; en ese sentido, es mucho más fácil saber cuando caerá un chaparrón
que tener la más mínima idea de lo que pasa por la cabeza de alguien en un
momento dado. Demasiadas variables, demasiadas circunstancias a tener en
cuenta, demasiados sentimientos.
La
conversación adquiría nivel desde el principio. Ya sabía de la inteligencia de
la joven, así que se apresuró a seguirle el juego para ver hasta dónde era
capaz de llegar.
―O
sea, que me estás diciendo que para ti sería más fácil decirme cuándo va a
empezar a llover que averiguar cual es mi forma de pensar sobre un determinado
asunto, por ejemplo, lo que pienso realmente de ti, de verdad, sin hipocresía,
tomando como argumentos tu conocimiento previo sobre mi persona y la
conversación que podamos mantener. ¿Es así?
Pronunció
estas palabras con tal intensidad que la cría pensó que era una declaración de
intenciones, que le estaba brindando la oportunidad de exponer sus sentimientos
con algo más que una remota sensación de ser correspondida. Aún así, con
astucia, le dio la vuelta al razonamiento, antes tantearía el terreno.
―Lo
que digo es que el acopio de datos de ciertas ciencias estadísticas dan como
resultado aproximaciones más o menos fiables de un suceso concreto. Podrá
llover o no, pero la cuestión es que existe un porcentaje mayor o menor de
probabilidad de que eso ocurra en base a observaciones previas de fenómenos y
circunstancias similares. En cambio, el conocimiento sobre la forma del
comportamiento humano, basado en el análisis de la interacción interpersonal,
no es una herramienta infalible para analizar a otros sujetos, pues la
respuesta a estímulos similares puede diferir tangencialmente en cada caso, en
función de diferencias culturales, educación, empatía, etcétera.
―A
no ser que hayas atendido durante mis clases y te conviertas en una psicóloga
de primera―le espetó guiñándole un ojo, al tiempo que compartían una carcajada.
La
disertación era realmente brillante, Alfredo quedó gratamente sorprendido.
Prosiguió ahondando en el tema.
―Y
no olvides un factor clave: el ser humano es mentiroso por naturaleza.
―Cierto,
pero precisamente esa dosis elevada de autocomplacencia, de egoísmo narcisista,
suele ser la clave para que, una mente bien entrenada, pueda distinguir entre
alguien honesto y un mentiroso.
―Entonces
deberías dedicarte a la criminología, serías un hacha en los
interrogatorios―volvió a reírse con tanto entusiasmo que se le cayó de nuevo el
paraguas. Le cambió el gesto como si hubiese visto un fantasma, lo cual no pasó
desapercibido para Mónica.
―Parece
que estuviera vivo ese paraguas. Va a ser difícil que se lo deje olvidado.
No
hubo respuesta a ese comentario. En cambio, el profesor comenzó a dar muestras
de intranquilidad, se asomaba a través del cristal como si se sintiera
observado. Mónica, mientras tanto, sacó su móvil y se puso a trastear en la
pantalla táctil. Giró el dispositivo y le mostró lo que en ella aparecía.
―¿Lo
ve? Probabilidad de precipitación: 10%. Es decir, que sería muy extraño que hoy
viéramos caer una gota de agua del cielo.
―Entonces,
por más que hablásemos durante horas sobre el tema que quieras, nunca estarías
totalmente segura de que te estoy diciendo realmente lo que pienso. Te quedas
con la predicción, y no con el análisis.
―Podemos
probar―apoyó ambos codos sobre la mesa y parpadeó repetidas veces. Alfredo no
pudo evitar mirar de soslayo hacia la abertura de su camisa, ruborizándose de
inmediato ante la visión de aquel formidable escote. Ella aprovechó para
lanzarle una pregunta incómoda. ―¿Qué piensa de mí?
―Pues
lo que es bastante evidente, que eres una chiquilla muy inteligente y con un
gran porvenir por delante.
―¿Chiquilla?
―refunfuñó ofendida. ―Pues no me mira como miraría a una chiquilla. ¿Qué
sentiría si alguien mirase así a su hija? ―trató de incomodarle nuevamente.
―No
tengo hijas, así que no puedo responder honestamente a esa pregunta.
―¿Ah
no? Pero me habían dicho que le habían visto...
―No
todo es lo que parece. Recuerda lo que te dije hace un momento, somos mentirosos
compulsivos. Pero para tu información, te diré la verdad y así no tendrás que
hacer caso a comentarios maledicentes. Me casé hace algunos años. Antes de
convertirse en mi mujer fue alumna mía.
Pero no saques conclusiones precipitadas, no soy de esos que se aprovechan de
su estatus para encandilar alumnas, simplemente nos dimos cuenta de que, a
pesar de la diferencia de edad, estábamos hechos el uno para el otro.
Esta
era una declaración que Mónica no esperaba en absoluto. Tampoco alcanzaba a
entender que se lo soltará así, sin venir a cuento realmente. Todavía no le
había dado a tiempo a reaccionar cuando Alfredo prosiguió hablando del tema.
―Amanda―
hacía mucho tiempo que no pronunciaba su nombre, su boca quedó reseca de
repente, incluso le pareció que titilaban las luces de la anexa máquina de
tabaco―era una mujer muy vital. Estaba aferrada a la vida, pero también jugaba
con ella de vez en cuando. Le encantaba el paracaidismo, ¿te lo puedes creer?.
Decía que se sentía totalmente libre durante esos pocos segundos que flotaba en
el aire, antes de caer hacia la tierra a una velocidad endiablada. Nunca me
gustó que lo hiciera, pero, ¿qué podía hacer?. Disfrutaba así, era inmanente a
ella.
La
joven asistía atónita a esta confesión extemporánea y ultra petita.
―Te
habrás dado cuenta de que hablo de ella en pasado. Ya no está conmigo, bueno,
ya no está realmente con nadie. Por desgracia, falleció en un ―se tomó un
segundo para proseguir―desafortunado accidente.
Hacía ya bastante tiempo que la idea
preconcebida que tenía de su profesor y la motivación que le impulsó a sentarse
a su mesa habían pasado a un segundo plano. Sólo acertó a balbucear unas
palabras cuando terminó su alocución.
―No
tenía ni idea, Alfredo. Lo siento.
―No
te preocupes. La vida es así de cruel, no tenemos ningún control sobre ella,
por eso es importante ser conscientes de que nuestro tiempo es limitado, y que
hay que aprovecharlo.
En
este punto de la conversación, se produjo un silencio incómodo, cómo si las
expectativas que ambos tenían depositadas se hubiesen consumido como una
colilla abandonada en el cenicero.
―¿Qué
haces ahora? Me refiero a que si tienes planes―le preguntó mirándola fijamente
a los ojos.
―Nada
de particular, iba a dar una vuelta por unas tiendas antes de volver a casa.
―¿Has
venido en coche? El mío todavía está en el taller.
―Sí, lo tengo ahí
mismo―contestó apuntando hacia la calle.
―No sé si después de esta
conversación todavía te quedarían ganas de compartir un rato más conmigo. El
caso es que me gustaría enseñarte un sitio que para mí es especial. Está aquí
cerca, no más de media hora.
Casi sin darse cuenta,
Mónica se vio conduciendo su utilitario siguiendo las indicaciones de Alfredo.
Tras cruzar la ciudad, se introdujeron en carreteras secundarias. El colorido del
paisaje en esa época del año era espectacular. Los campos de amapolas se
extendían delante de sus ojos como un infinito manto bermellón, que contrastaba
con el azul celeste del cielo, totalmente despejado, apenas unos arañazos se
dibujaban en las alturas, estelas de aviones que surcaban el éter.
En un cruce, se desviaron
por una pista de tierra. A partir de ahí, frondosos pinos flanqueaban ambos
lados del camino mientras subían una suave pendiente. Al bajar el pequeño
puerto, Alfredo le hizo una indicación para que aminorara la marcha,
prácticamente eran las primeras palabras que se dirigían en todo el trayecto.
Delante de ellos cruzaba un arroyo de escaso caudal, apenas unos treinta metros
de tierra remojada. Lo vadearon sin problema, continuando el recorrido durante
unos minutos más.
―Para. Es aquí.
―¿Aquí? Pero si no hay nada,
sólo árboles y más árboles.
―Veo que todavía no confías
en mí.
Se apeó del vehículo y se
adentró en el bosque. Se giró un momento y le hizo una señal con la mano para
que le siguiera.
Mónica se sentía como una
estúpida, persuadida de forma tan fácil por Alfredo, y al mismo tiempo,
abrumada por sentir el privilegio de compartir este lugar con él. El sendero se
volvió algo escarpado, una ligera pendiente a la que se asomó y que le hizo
detenerse. No podría sin ayuda.
―Yo te ayudo―apareció el
brazo de Alfredo para darle apoyo. ―Vamos, casi estamos.
Empezó a escucharse un rumor
de agua que iba in crescendo, y hacia allí se encaminaron. De repente,
donde sólo se veían árboles y piedras, el asombroso espectáculo de una cascada
dejó a la chica atónita. Un arco iris perfecto arrancaba en la base acuosa para
perderse en las alturas. Se acercaron más, hasta que las salpicaduras de un
agua cristalina y vaporosa les alcanzaron en la cara.
―¡Alfredo! Este lugar es
increíble―y le apretó la mano con fuerza, no se la había soltado desde que se
la ofreció para bajar la cuesta. Su cara reflejaba una felicidad que no podía
esconder.
―¿Verdad que sí? A Amanda
también le gustaba mucho.
El comentario la dejó algo
perpleja. La había llevado hasta allí para enseñarle esta maravilla de la
naturaleza pero no pensando en ella, sino en su difunta esposa. No terminaba de
encontrarle el sentido a lo que estaba pasando o cuales eran sus intenciones.
Preguntó:
―¿Hace mucho que falleció tu
mujer? Porque no haces otra cosa que hablar de ella―se advertía cierto tono de
disgusto en la frase.
―Mucho antes de lo que
debiera―respondió. ―Si yo no hubiera sido tan imbecil, seguramente ahora
estaría aquí.
―¿Qué
quieres decir? No entiendo nada.
Estos vaivenes en el
comportamiento de Alfredo le habían dejado totalmente desconcertada. Pero lo
que nunca hubiese esperado era la confesión que vino a continuación. Alfredo
estaba extasiado mirando con fijeza al chorro de agua golpeando sobre la roca.
―No fue un accidente. Te
dije que fue un accidente, pero te mentí. Ya te advertí que somos todos unos
mentirosos. Ella descubrió que la estaba
engañando, no sé cómo, pero se enteró, porque fue sólo una vez, con una antigua
amiga, una tarde de borrachera, recordando viejos tiempos. No me dijo nada, pero desde que ocurrió, yo
la notaba distinta, distante. Algo se le pasó por la cabeza, no podía soportar
que no fuese honesto con ella, probablemente si se lo hubiese contado, me
hubiera perdonado. Pero no lo hice. Y ella se tomó un tiempo para pensar la
mejor forma de que nunca me olvidara de mi pecado. Todos pensamos que algo
extraño pasó con su paracaídas, era una persona muy concienzuda con todo. Pero
ese día no se abrió. Y yo estoy convencido de que ella no quiso abrirlo.
Mónica estaba estupefacta.
―Por favor, Alfredo, no seas
ridículo. Tú convivías con ella, te hubieses dado cuenta de que estaba
desequilibrada, habrías observado algo extraño en su comportamiento. ¿A quién
se le ocurriría hacer algo así?¿Y por qué?
―Ella era más lista que yo,
mucho más lista, no te quepa duda. Tomó la decisión y se precipitó al vacío de
forma consciente. No sólo eso, dejó escrita una última voluntad, quería que sus
cenizas se esparcieran por el cielo, quería seguir flotando eternamente. Y así
lo hicimos, yo mismo, a pesar de mi vértigo, subí a una avioneta y cumplí su
deseo, sin saber que desde ese mismo momento me estaría vigilando para
castigarme.
―Me parece que el que estás
mal de cabeza eres tú. Si te oyeras. Es ridículo.
―Te pareces tanto a ella.
Pensé que tal vez contigo sería diferente, pero veo que me equivoqué.
La conversación ya no tenía
ningún sentido ni lógica. Estaba claro que este hombre estaba obsesionado y
desequilibrado, y no sabía cuales eran realmente sus intenciones. Así que la
mujer optó por marcharse con una última frase:
―Tenía yo razón. El tiempo
es más previsible que el ser humano.
Alfredo tardó unos minutos
en darse cuenta de que se había quedado sólo, absorto como estaba en sus
pensamientos.
De que reaccionó y recorrió
el camino de vuelta, sólo pudo ver la nube de polvo que se levantaba en la
parte posterior del coche. Le gritó con todas sus fuerzas:
―¡Vuelve, es peligroso! ¡Va
a empezar a llover! Creo que todavía no me ha perdonado...
Nadie en sus cabales hubiese
creído lo que ocurrió aquella despejada tarde en el faldón de la sierra.
Salidos de la nada, unos negros nubarrones cubrieron el cielo en cuestión de
minutos. Gotas de lluvia comenzaron a precipitarse contra el suelo con fuerza
inusitada, creando una cortina de agua que impedía la visión.
Encontraron el cuerpo de
Mónica dentro de su coche, varios kilómetros más abajo del vado del arroyo,
convertido en impetuoso torrente, cuyo caudal creció de forma desaforada
aquella tarde de primavera. Nadie pudo explicar el extraño fenómeno
meteorológico. Tampoco nadie se dio cuenta de que llevaba en su coche un objeto
que no le pertenecía, un paraguas gris bajo el que nunca podría guarecerse
alguien con un sentido de culpabilidad tan arraigado.
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