Hay tardes
que meditando,
matando el
tiempo o pensando
en la cruda
realidad,
me pongo a
mirar el paisaje
y emprendo
un largo viaje,
por mi
pequeña ciudad.
Y así
caminando…
como quien
despierta a un sueño,
en el parque
estoy sentada,
y un señor
de corte antiguo,
como de
piedra o cemento,
me dirige la
palabra.
“Es verdad
que no es reacio,
fue
flexible,
se adaptó a
los vaivenes variopintos
de la moda
de los tiempos,
puedo poner
mil ejemplos:
desde la
Acci invisible,
fue del
imperio romana,
fue judía y
musulmana muy a conciencia,
pues si le
echas la cuenta,
ocho siglos
la tuvieron, la morería ocupada,
después
vinieron las lanzas, los pendones y las cruces
y también se
abrió de bruces,
se hicieron
mil caserones,
con escudos
y nobleza,
y la ciudad
de los moros ya bajaba la cabeza.
Y cundió
tanto el señorío,
que aun de
él no se ha curado,
y vinieron
los franceses,
con todos su
poderío,
y en la
ciudad se han quedado.
Hablaron de
igualdad, fraternidad,
llenaron la
faltriquera,
ocuparon los
cargos públicos con destreza,
y aun no se
recupera,
si no es por
un carbonero
que decían:
El alcade de La Peza.
Y es que
esta que usted ve,
es una
ciudad en la que todo el que viene prospera,
y el que
nace, se tiene que ir fuera,
ya sea poeta
o juglar,
porque la
pura verdad,
nadie es
profeta en su tierra.
Ahora estoy
sentado en este parque,
del que mi
humilde nombre,
después de
un siglo,
vino a tomar
posesión.
Le presento
mis respetos, señorita,
por si no me
conocía,
yo me llamo
Pedro Antonio de Alarcón.
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