Pedro Antonio de Alarcón, el hijo
pródigo y prodigioso de un Guadix pueblerino, encerrado en sí mismo, y de
fantasmas antiguos, fue en su momento un bestesellerista reconocido, sus
novelas «El Escándalo», «El Niño de la
Bola », «El Capitán Veneno» o «El Sombrero de Tres Picos»
estuvieron en el top de las ventas impresas de su época, algunos de sus
cuentos llegaron a convertirse en clásicos como «El Clavo», «La Buenaventura », «El
Carbonero Alcalde» o «La
Mujer Alta », también obtuvo el reconocimiento su labor
periodística, ante todo su «Diario de un Testigo de la Guerra de África»,
exponente del primer periodismo de guerra riguroso, pero su poética no alcanzó
el reconocimiento más allá de premios en juegos florales con poemas de romanticismo
trasnochado, al uso de la época, pero de escasa calidad literaria como «El
Suspiro del Moro».
Pero no se ha resaltado una de sus
facetas, a mi entender, más magistrales: la de sonetista. Es autor, al
menos, de una serie de veintinueve sonetos, algunos de ellos de una fina
ironía, combinada con el uso magistral de la métrica, que da lugar a unos
sonetos de gran belleza e ingenio como «Al vino “Abolengo” de las bodegas de
misa», «El cigarro», «Humo y ceniza» o «Las palmeras». También sabe reflejar el
dolor del amor imposible, no encontrado o no correspondido en «El llanto del
Soltero», «Desaliento», «Presentimientos» o «El amanecer». La imagen de la
amada muerta, la muerte en sí, con una impronta claramente poeiana en
«En la tumba de un asesinado», «A…», «La campana de agonía» o «¡Adiós al
vino!». Y, cómo no, el amor por el amor, sea de enamorado, sea de padre,
en «A Carmen, al piano», «A mis hijas en sus días» o «La hija del poeta».
Pasados más de setenta años de la
muerte del autor, de acuerdo con la legislación vigente, las obras son de
acceso público, por lo que voy a transcribir a continuación algunos de los
sonetos reseñados, para que valgan de muestra para el descubrimiento y regocijo
de quienes los desconocen y para remembranza y regocijo de quienes ya los saben:
El Cigarro
Lío tabaco en un papel; agarro
lumbre y lo enciendo, arde
ya medida
que arde, muere; muere y
enseguida
tiro la punta, bárrenla... y
al carro!
Un alma envuelve Dios en frágil barro,
y la enciende en la lumbre
de la vida,
chupa el tiempo y resulta en
la partida
un cadáver. El hombre es un
cigarro.
La ceniza que cae es su ventura;
el humo que se eleva su
esperanza;
lo que arderá después su
loco anhelo.
Cigarro tras cigarro el tiempo apura;
colilla tras colilla al hoyo
lanza,
pero el aroma... ¡piérdese
en el cielo!
En la tumba de un asesinado
No lágrimas merece la memoria
del que justo vivió y
honrado muere,
ni gritos de venganza el
alma quiere,
si escucha ya los cánticos
de gloria.
Quien al caer, cual víctima expiatoria,
perdona generoso al que le
hiere,
cándidas flores del amor
espere,
sacras, más que le laurel de
la victoria.
Hoy esas flores tejen tu
diadema
y adornan tu callada sepultura,
como ayer adornaban tu
camino:
Ellas de tu virtud son el emblema...
¡Así dejaran su semilla pura
en el alma del bárbaro
asesino!
La campana de agonía
¡La una!... ¡Paz a ti! –Todo reposa,
La noche aduerme al mundo...
mas yo velo,
dando en los libros a mi
loco anhelo
pábulo ardiente y expansión
briosa.
La voz de una campana pavorosa
cruza los aires con remoto
vuelo...
adiós de un alma que se
eleva al cielo:
aye de un cuerpo que se
hundió en la fosa.
Feliz mortal, que huyes de
esta vida,
¿quién eres? ¿quién has
sido? ¿qué has hallado
en el mundo que dejas? Tu
partida,
¿a qué nueva región te ha encaminado?
¿Sombras o luz? ¿Comprendes
algo ahora?
¡Ah! ¡Dime tú lo que este
libro ignora!
Presentimientos
Al fuego lento de tus ojos frito,
tengo en mi corazón verano
eterno:
tú, en las neveras de
constante invierno,
guarda, Inés, un alma de
granito.
Yo me acerco a tu hielo y no tirito,
ni las llamas mitigo de mi
infierno:
tú llegas de mi alma al hogar
tierno
y en sus ascuas tu nieve no
derrito.
¿Cómo encuentro calor donde no hay llama?
¿Cómo no da calor la llama
mía?
¿Cómo mi incendio tu
esquivez no inflama?
¿Cómo tu hielo mi pasión no enfría?
¡Ay! ¿cuándo nos veremos
igualados,
abrasados los dos, o ambos
helados?
Humo y ceniza
Fumaba yo, tendido en mi butaca,
cuando, al sopor de plácido
mareo,
mis sueños de oro realizarse
veo
del humo denso entre la
niebla opaca.
Mas ni la gloria mi ambición aplaca,
ni nada calma mi febril
deseo
hasta que, envuelta por el
aire, creo
verte mecida en vaporosa
hamaca.
Corro hacia ti, mi corazón te evoca,
y cuando el fuego de tu amor
me hechiza
y van mis labios a sellar tu
boca,
de ellos, ¡ay!, el cigarro se desliza
y sólo queda, de ilusión tan
loca,
humo en el aire y, a mis
pies... ceniza.
Estoy descubriendo poquito a poco cómo el accitano pedro Antonio de Alarcón es uno de los grandes de nuestra literatura.
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