«Todos mienten». Eran
las últimas palabras del informe inacabado del detective Colomer, que me llegó cuando el jefe decidió
asignarle a él otro asunto, uno de mayor envergadura. Yo era el viejo al que se
enviaba a solventar su último caso antes de hacer realidad el sueño de
convertirse en domador de hamacas. El último episodio de mi larga carrera
consistía en resolver el presunto asesinato de un pueblo perdido en la meseta
española, Argamasilla de Conde.
Antes de salir, analicé sin fortuna
cada apunte de Colomer para obtener claves que
aportaran algo de luz. Describía un panorama desolador: un
pueblo de persianas bajadas, colegios cerrados y constantes ampliaciones en el
cementerio; un lugar al borde de ser borrado del mapa.
Tardé más de lo calculado en llegar. Minutos después
de desviarme de la autovía, me sorprendió encontrar una carretera nueva para
acceder al pueblo. A lo lejos parecía haber unas enormes naves abandonadas.
Salí del coche y observé con detenimiento aquel pueblo espectral e inquietante.
Caminé por sus calles contemplando el contraste de edificios ruinosos y
abandonados, vestigios de épocas mejores, y las nuevas construcciones, insulsas
y plomizas, con acabados baratos, precozmente envejecidas y deterioradas.
Alguien llevaba años exprimiendo a la víctima en su propio beneficio. Las
últimas actuaciones: las carreteras, el museo o el centro de la tercera edad
encajaban dentro de las excusas habituales para explotar otro pueblo hasta la
extenuación. Intuía corrupción, clientelismo y mordidas.
Me dirigí al ayuntamiento a desenmascarar a aquellos
buitres. Sabía que iba a encontrarme una escena del crimen fabricada, pero no
sería la primera vez. En la calle nadie más que un perro, que ladraba como si
algo supiera. Llegué y me presenté cordialmente. Me esperaban el alcalde y
otros tres empleados. Les indiqué que los interrogaría individualmente y no
pusieron impedimento. Buscaba dar con alguna fisura en sus testimonios, pues,
como supuse, el discurso oficial había sido meticulosamente elaborado y memorizado
por todos ellos. Defendían con firmeza que el pueblo llevaba enfermo desde la emigración masiva de gente joven hacia los centros
urbanos e industriales en los 60 y 70. Además, su localización periférica, alejada de los
centros de producción y consumo, dificultaba no solo el crecimiento, sino la
misma supervivencia. El golpe final había sido la entrada en la Comunidad Económica Europea en 1986. Pese a luchar contra los elementos y las fechorías de
los burócratas de Bruselas, ellos habían hecho lo imposible para salvarlo: asumieron el reto demográfico y apostaron por las
posibilidades de las nuevas ruralidades, basadas en potenciar el talento local
y el emprendimiento…
—¿Y qué
pasó con los jóvenes y el talento local?
—pregunté al alcalde, cansado de escuchar aquel
artificio político.
—Lo intentamos con uñas y dientes —dijo fingidamente
afligido—. Los jóvenes no quieren quedarse en el pueblo. Para ellos eso sería
fracasar. Se han cerrado negocios familiares que funcionaban bien porque los
hijos no quieren verse trabajando aquí. Quieren capitalizar sus estudios, quieren proyección.
Aquel áspid sabía desenvolverse bien en el fango. Resultaba
convincente, aunque era muy poco honesto responsabilizar a los jóvenes del
abandono del pueblo y tratar de encubrir así sus evidentes corruptelas. De
algún modo, el alcalde había dado en la tecla, compartíamos el desdén por la
juventud, pero mi análisis era distinto: la
culpa fue solo nuestra. Vivimos todos estos años sin plantearnos qué mundo
dejábamos a las futuras generaciones. En cuatro días, no dudarán en exterminar
a tanto viejo costoso e improductivo.
Tal
vez Argamasilla de Conde fue víctima de un lento y sigiloso crimen perpetrado a
lo largo de los años que fue arrebatándole su gente, sus posibilidades, su
patrimonio y, por supuesto, su memoria. Yo
siempre busqué la rectitud de ánimo, pero me falló la integridad en el obrar.
Mi trabajo había terminado y comenzaba mi ansiada jubilación. Solo debía acabar
el informe: «Causa de la defunción: Muerte natural».
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