Le pareció haber estado durmiendo
durante eones, aletargado en algún oscuro y húmedo lugar, pero no geográfico,
sino en su propio interior, intimidades desconocidas, cercanas y recónditas al
mismo tiempo. Cuando la luz cegadora fue bajando su intensidad, las recortadas
siluetas fueron conformando una imagen familiar, tal y como la recordaba la
última vez que estuvo allí. La sensación de ingravidez se fue acentuando
conforme se acercaba, silencioso, al portal. Ese sabor húmedo, persistente, no
procedía de la pertinaz lluvia que golpeaba los tejados con insistencia. No,
parecía como si fuese consustancial a su ser, como si sus pulmones no
admitiesen sino el fluido, como si hubiese morado largo tiempo en las entrañas
de una ballena.
Jonás
se detuvo en mitad de la calle para contemplar la fachada grisácea. En el
balcón del piso principal, cubierta por la herrumbre, medio oculta por la
desvencijada persiana de madera que, tiempo atrás, estuvo teñida de brillante
sinople, estaba la bicicleta de su padre. La misma con la que solía acercarse a
la churrería los domingos por la mañana. La que usaba para ir a regar los
calabacines en aquel trozo de terreno calizo que él llamaba huerto. Aquel
velocípedo no se movió de allí desde el día en que murió, repentinamente, cuando
todavía no había cumplido los sesenta y cinco años. Su madre quedó quebrada y muda
desde aquel día, guardando para sí sus recuerdos, sus planes tras la jubilación
y aquel trozo de hierro.
De
repente, los destellos de un coche le devolvieron al presente. El vehículo se
aproximaba con rapidez, no parecía tener intención de frenar. En cambio, Jonás,
desafiante, no se movió un ápice. Desconocía la razón por la que el miedo no le
atenazó, o le impelió a apartarse ante el inminente impacto. Los neumáticos dibujaron
un rastro en el charco frente a sí. Cuando la líquida lámina recobró de nuevo
su bruñido aspecto, se asomó para observar, sin asombro, cómo el reflejo
devolvía únicamente su sombra, que se fundía con las nubes que pasaban,
lentamente, sobre el ceniciento cielo de su pueblo.
Marisa
contemplaba la lluvia caer entre las lamas rotas de la persiana. Cerró la
puerta del balcón y siguió, a la luz de la desnuda bombilla, recopilando fotos
y otros enseres de aquella casa que la vio nacer. La pesadez del aire, cargado
de recuerdos, le dolía en el pecho. Primero se fue su hermano. Luego, apenas
hacía una semana, su madre. Esa era toda su familia. La soltería se prolongó
demasiado tiempo, volcada como estuvo al cuidado de su progenitora.
Pasó
la tarde allí, creyendo escuchar en el pasillo los ecos de los juegos
infantiles con su hermano, husmeando los aromas de los manjares que su madre
preparaba en la cocina. Ya hacía tiempo que la tormenta había amainado cuando a
su mente acudió una idea, como soplada por alguien a su oído. Salió a la calle
y, con paso firme, se dirigió hacia el camino del antiguo apeadero, allí donde
los cipreses se cimbreaban con la ligera brisa vespertina. Depositó un sencillo
ramo de flores amarillas, nadie vio cómo sus lágrimas se confundían con las
gotas caídas sobre la lápida bajo la que yacían sus parientes.
Ester
llevaba tiempo oculta en su casa, sus relaciones sociales eran prácticamente
nulas, apenas lo necesario para hacer la compra, a primera hora, para no
cruzarse con amigos o vecinos que le recordaran su reciente pérdida. Todavía le
encogía el corazón escuchar su nombre, los pésames le laceraban el alma. La
desgracia se había cebado con ella. Todos sus sueños truncados esa aciaga
tarde. Por más que pensaba en ello, no conseguía sacarse de la cabeza aquellos
fatídicos momentos. «Tenía que haber dicho que no», se repetía una y otra vez
en su mente. Aquel barco con el que surcaron una parte del Nilo tras sus
nupcias le daba mala espina, no lo veía seguro. El guía, con su peculiar acento,
les persuadió para embarcar, no podían perderse las maravillas que les
esperaban en Luxor.
No
sabe exactamente lo que pasó. Primero le dijeron que habían chocado con una
familia de hipopótamos. Otra versión, tras el desastre, apuntaba a que la falta
de mantenimiento del barco fue la causa del boquete en el casco. El caso es que
el sueño de una vida en común se tornó en pesadilla. Ella se salvó porque
alguien puso en sus brazos uno de los pocos chalecos salvavidas. Su marido no
pudo. Había saltado para ayudar a un niño, pero fue incapaz de alcanzar de
nuevo la quilla. La visión de su mano, engullida lentamente por el Nilo,
todavía le estremecía de madrugada.
Recibió
a su cuñada de mala gana, volver a hablar de aquello no le hacía gracia, se
sentía, además de sola, vulnerable. El rostro de Marisa, en cambio, dibujaba
una sonrisa que no veía desde que falleció Jonás. Se acercó a la mesa del salón
y puso en pie un marco, fotografía castigada por su dueña a yacer oculta por el
dolor que le provocaba rememorar aquel instante de felicidad al recibir la
alianza de boda.
«No
se ha ido, sigue aquí contigo, con nosotras». La congoja volvió a embargar a
Ester. No sabía qué quería decir con aquello. Marisa hurgó en su bolsillo. Con
delicadeza, depositó algo en su mano. «Sé que es imposible, pero hoy encontré
esto en el cementerio».
Al
abrir su mano, sintió de nuevo, por un instante, el roce de su piel, la
fragancia de su colonia. El símbolo egipcio de la transformación, de la
resurrección, que le había comprado a Jonás en uno de aquellos abigarrados
bazares, brilló sobre su palma, con la misma intensidad con la que lo hizo la
última vez que lo portó su dueño, mientras se hundía en aquellas turbias aguas.
El verde escarabeo de esteatita vidriada trajo de nuevo a Jonás a su lado.
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