La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

martes, 29 de diciembre de 2020

ESTIGIA, por Josefina Martos Peregrín

 


Le gustó el parque precisamente por su abandono, soledad, incluso cierto descuido visible en el espeso manto de hojas caídas, o en el amasijo de tierra y pelusas que cubría los bancos de forja. Siguió el Camino de los Tejos, anunciado pomposamente por un cartel de letras barrocas y oxidadas; húmedo y sombrío la llevó hasta una alta alambrada que circundaba el vasto solar de una antigua fábrica, probablemente una de tantas azucareras que hubo en la provincia.

Se alegró al encontrar por puro azar una abertura en la valla, justo ante ella; de otro modo, no la hubiera descubierto ni en cien años, tan disimulada estaba entre los harapos que colgaban de las varillas metálicas, como si una multitud hubiera perdido allí sus ropas, en su intento de traspasar la barrera.

Un camino ancho entre malezas, un portón medio abierto en el edificio principal y, a su alrededor, barracones, tinglados… ¡Perfecto! Justo lo que adoraba fotografiar: la degradación por el tiempo, el proceso de transformación que media entre  ser y  no ser. Feliz, a pesar del riachuelo fangoso, probablemente nacido de las lluvias de la víspera, que no tuvo más remedio que saltar, con la mala fortuna de perder algunas monedas que llevaba en el bolsillo, en el resbalón con que tomó tierra. No era gran saltadora y además no le importaba mojarse, con tal de evitar que su Nikon se mojara.

De una fotografía a otra, se acercó a la nave principal, la que debió ser refinería importante; bajo la cornisa aún se adivinaba el nombre, a pesar de las dos letras perdidas que mostraban tan solo su silueta claveteada: (PR)ESTIGIA. Antes de entrar, continuó con los cobertizos, detalles, tomas generales… El día era perfecto, nublado, de sombras difusas y silencio total.

No era la primera vez que se topaba, en el interior de antiguas fábricas, con vigas de hierro y elementos diversos producidos por “Ajuria”, una añeja siderurgia vasca, pero sí la primera que vio un cambio tan extraño en la marca: en todas las piezas se leía “Furias”, borrada  la “A” inicial a conciencia y rasguñado el hierro para tornar la “J” en “F” y añadir una “S” final. “Furias”… “Por aquí ha pasado algún maniático. O sigue dentro”, se dijo. Por primera vez sintió miedo. Quizá no era sino algún ocupa, como los

 

encontrados en ocasiones, pero a pleno día no suelen molestarse ni molestar. Más le asustaban los perros, los perros sin amo, desesperados, porque con ellos no hay diálogo posible.

Un gruñido. Otro. Sonaba allá, detrás de la serie de arcos de ladrillo. Con  la cámara lista y en modo ráfaga, cualquier cosa que asomara, saldría en la foto.

Ni siquiera llegó a verlo, le bastaron dos ladridos, espeluznantes, terribles, para salir corriendo y temblar incluso cuando se encontraba lejos. Había pasado el riachuelo a toda velocidad, sin pararse a pensar si se mojaba. Con los zapatos y los bajos de los pantalones embarrados, comenzó a buscar abertura. Y no daba con ella. Pero si no haría ni una hora que entró, tenía que haber una brecha en la alambrada, probablemente más de una. La recorrió, mirando de cerca, de lejos, pegándose al entramado metálico para buscarla al tacto, con el cuerpo, el anorak se le hacía jirones que se iban enganchando en las varillas…

Decidió hacer una pausa, respirar, tranquilizarse. Por primera vez miró hacia atrás, nada ni nadie la había seguido. Nadie a la vista, salvo sombras tenues, como llevadas por el viento, solo que no había viento. Tenía que tranquilizarse. ¿Y si viera las fotos? Muy buenas, se animó, había valido la pena el susto, la mayoría eran excelentes y la última, la del perro, muy curiosa, porque se veía claramente que sí, que era un perro, pero había movido la cabeza tan rápidamente que parecían tres, ¡lo que no le pasara a ella, un perro con tres cabezas!

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