La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

domingo, 29 de noviembre de 2020

EL HOMBRE TRAS EL VAMPIRO, por Eduardo Moreno Alarcón.

 


 

Hoy mismo pondré fin a mi existencia. Sin nadie que me llore. Sin nadie que lo impida. Solo y sin testigos, no cabe otro final. Es mi deseo. ¿A qué alargar esta agonía, esta zozobra, este hondo abismo sin salida? Ya es tarde para todo. Dentro de mí sólo hay vacío. Un agujero inabarcable de creciente oscuridad.

Aquí terminan mis palabras; mis tristes letras fracasadas. Ya no habrá más. Al mundo no le importará. Seré una baja más, anónima. Quizá alguien me llore, acaso Mary. Mary, ella sí tiene talento. Su Frankenstein es una obra maestra. Una novela fascinante. Le deseo la mejor de las suertes. Se lo merece. Ojalá consiga el premio que yo nunca lograré: afecto de lectores.

En cuanto a mí, ya nada queda del poeta malogrado. Muy pronto seré pasto de gusanos, humus de malvas, olvido de los siglos y del arte. Mi vida, chispazo fugaz, tallo tronchado. La biografía de una víctima.

Cruel paradoja, el causante de mi caída es aplaudido en todas partes. Goza de fama y de prestigio por doquier. Gloria presente y futura, no albergo dudas al respecto. No faltarán nunca alabanzas a su lado, en vida o tras la muerte. Sus obras ganarán honra y aplauso con el paso de los años, y serán inmortales… ¡Maldigo el día en que el destino me cruzó con Lord Byron! ¡Él! ¡Él es la causa de mis males!

Durante cinco largos meses, yo fui su médico privado. Sin embargo, aun  doctorado con honores, mi verdadera aspiración era labrarme una carrera literaria. Parecerme a los autores que admiraba. Y entre ellos, por descontado, estaba Byron. El más excelso. Los hados del infierno nos cruzaron, cuando me puso a su servicio. ¡Yo, acompañante del gran genio en su periplo por Europa!

Muy pronto, empero, la dicha del comienzo fue tornándose amargura.

Me trató como un bufón, una diana en que clavar todos sus dardos de ponzoña. Cualquiera de mis versos era objeto de sarcasmos e ironías. No desaprovechaba la ocasión para humillarme, a ser posible en público. Cinco meses eternos, devastadores. «Pobre Polidori», «pobre muñequita», repetía. Así me torturaba diariamente con desdén.

Siempre era el blanco de sus burlas. Las bromas, tan a menudo festejadas en los clubes. No contento con eso, también arremetió contra mi ciencia.

¡Así pagó mi admiración y mis cuidados el gran lord!

¿Qué lazo odioso me unió a él? ¿Por qué no corté el nudo que me ahogaba? ¡Qué imbécil! ¡Qué falto de coraje y de visión!

Él será inmortal, sí. Tan inmortal como el Lord Ruthven de mi cuento, ese vampiro sanguinario tras la máscara de gentleman. Pretendieron cuestionar mi autoría atribuyéndosela a él. Hasta eso quisieron arrebatarme.

Pero no. No pudieron. Ese fue al menos mi desquite. Mi venganza en la ficción.

Del resto de mis textos poco o nada quedará… Fracaso tras fracaso, pisoteado por el genio. Amadas letras sin pena ni gloria.

 

No tengo fuerzas para más. A mis veintiséis años, decido bajar el telón. No hay vuelta atrás. Todo está listo. El vaso con ácido prúsico. Me iré tal como vine, discretamente, sin hacer ruido. ¿Mi familia? Ellos querrán borrar a toda costa cualquier rastro del escándalo. Que no manche su nombre.

Es la hora. Ruego a Dios no envíe a Lord Byron al infierno.

Sólo así podré salvarme.

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