Juro
que lo veía todos los años
al
pasar por su lado,
mientras
arrastraba los pies deshaciendo
los
túmulos de hojas caídas,
camino
de mi casa.
Semejaba
una estatua dibujada
con
mano tímida por las difusas sombras
del
crepúsculo, sin pedestal
ni
corro de palomas, celofanes volanderos,
que
vistiesen de fingida alegría
su
desamparada desnudez.
Superviviente
de mil batallas invisibles,
presentes
cada mañana solo
en su
frágil corazón,
yacía
sentado en la plaza,
en el
tercer banco de piedra
a la
derecha de la vieja farola de tres brazos.
Sostenía
en su mano izquierda
un
ramo de petunias,
revoltijo
humilde de alegre y coloreada tristeza.
Con la
mirada ausente de quienes ven más allá
del
ensortijado mezquino enjambre
de los
días, sonreía a sus fantasmas
evocando
la mañana en que aprendió a decirle
mentiras
cariñosas a su madre
cuando
dejó de reconocerlo,
o bien
esa noche cerrada de hospital
donde
se había dado cuenta de que la vida sigue
a
pesar de sus bromas pesadas de chica mala
que,
cuando te enfadas con ella,
te
mira con ojos inocentes.
Cada
año, lo juro, llevaba petunias a un banco
de su
plaza, enredada de niños ausentes
y
gente presurosa,
por si
la muerte se dignaba visitarlo
con
vestido de noche y labios fruncidos,
para
besarlo en la frente
algún
treinta de octubre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario