martes, 27 de octubre de 2020

PETUNIAS, por Tomás Sánchez Rubio.

 


 

Juro que lo veía todos los años

al pasar por su lado,

mientras arrastraba los pies deshaciendo

los túmulos de hojas caídas,

camino de mi casa. 

 

Semejaba una estatua dibujada

con mano tímida por las difusas sombras

del crepúsculo, sin pedestal

ni corro de palomas, celofanes volanderos,

que vistiesen de fingida alegría

su desamparada desnudez.

 

Superviviente de mil batallas invisibles,

presentes cada mañana solo

en su frágil corazón,

yacía sentado en la plaza,

en el tercer banco de piedra

a la derecha de la vieja farola de tres brazos.

 

Sostenía en su mano izquierda

un ramo de petunias,

revoltijo humilde de alegre y coloreada tristeza.

 

Con la mirada ausente de quienes ven más allá

del ensortijado mezquino enjambre

de los días, sonreía a sus fantasmas

evocando la mañana en que aprendió a decirle

mentiras cariñosas a su madre

cuando dejó de reconocerlo,

o bien esa noche cerrada de hospital

donde se había dado cuenta de que la vida sigue

a pesar de sus bromas pesadas de chica mala

que, cuando te enfadas con ella,

te mira con ojos inocentes.

 

Cada año, lo juro, llevaba petunias a un banco

de su plaza, enredada de niños ausentes

y gente presurosa,

por si la muerte se dignaba visitarlo

con vestido de noche y labios fruncidos,

para besarlo en la frente

algún treinta de octubre.

 

                                                                                                                      

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