La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

sábado, 24 de octubre de 2020

FLORENCIO, por Pedro Pastor Sánchez.

 


A veces me cuesta recordar mi nombre.

En cambio, acuden a mi memoria, tan claras, tan nítidas, imágenes de mi niñez. También aquellas fragancias que me atan a mi pasado. Nunca olvidaré el día que falleció mi abuela. No ya por la tristeza de familiares y allegados, sino por el embriagador perfume de las cientos de flores, fuera en ramos o coronas, que acompañaron al féretro hasta su última morada. Desde entonces, nunca han faltado las flores en su ineludible cita otoñal.

El viento remueve las hojas secas del camposanto mientras las familias se afanan en adecentar las frías lápidas. Las flores secas son reemplazadas por revitalizados ramos, vivos colores vuelven a adornar nichos y columbarios.

Terminada la ofrenda floral, sigo a mis progenitores hasta el vetusto automóvil. El mismo en el que mi padre me enseñó a conducir. La pestilencia a tabaco apenas se percibe, solapada bajo el aroma de las flores. Mi madre las mira con calma, y recoloca los tallos de crisantemos, lirios, gladiolos y rosas hasta conformar el poblado ramo a su gusto. Mi padre, nervioso por la ocasional ausencia de nicotina, mira insistentemente por el espejo retrovisor pero, por más que busca, nuestras miradas nunca llegan a cruzarse.

El tráfico es denso en las proximidades del cementerio, cual febril hormiguero en plena efervescencia. Mi padre gira a la derecha y enfila la desgastada carretera que lleva a los prados. La misma que, en el otro extremo, conduce a su pueblo natal. Él la conoce a la perfección, cada cambio de rasante, cada curva, cada señal. Los viajes de los primeros años fueron de noviazgo e ilusiones; los siguientes, de fiestas patronales, de comidas familiares.

Yo también serpenteé por la vía a menudo, las más de las veces abstraído en mis pensamientos infantiles, o buscando pareidolias en las nubes. Solo compartí el asiento de atrás con bultos y maletas, nunca tuve un hermano con el que jugar.

Una fina lluvia comienza a caer. El trayecto se desarrolla en silencio, solo interrumpido por el batir cadencioso de las escobillas sobre el parabrisas. Apenas un sollozo escapa de la garganta de mi madre cuando el vehículo comienza a decelerar. Puedo notar como los latidos de su corazón, por el contrario, se aceleran. En un pequeño arcén de tierra, junto a los árboles de una curva cerrada, estaciona el utilitario. Mi madre rompe a llorar antes de abrir la puerta. Nunca llegó a entender por qué ocurrió aquello.

Recorren unos pocos metros por la dehesa hasta buscar el cobijo de las frondosas ramas de un enorme ejemplar de alcornoque. Su tronco retorcido y semidesnudo muestras las heridas del descorche. Pero también otra laceración bastante más reciente, hendidura horizontal, cual tajo de hacha, a poco menos de un metro de altura.

Mi padre se detiene a cierta distancia. No puede contener las lágrimas que brotan a borbotones. Cree que su regalo, gris metalizado, estaba envenenado. Mi madre, compungida, retira las flores mustias, las que puso aquel día infausto, y las reemplaza por el aromático ramo.

Resignado, observo la escena. No puedo mitigar su dolor ni reconfortarles. En cierto modo, me siento culpable de su sufrimiento. Debí ser más prudente. La impericia al volante y el exceso de alcohol acarrean trágicas consecuencias. Apenas puedo retener estos recuerdos en mi memoria.

Me marcho. Mis pies no rozan las caídas bellotas ni los diminutos cristales, vestigios de lo que ocurrió aquella noche.

Como un eco lejano, oigo las descarnadas palabras que pronuncia mi madre: «Te echamos tanto de menos, Florencio, hijo mío…».

A veces me cuesta recordar mi nombre.

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