Leyó de nuevo
la nota.
La megafonía
anunció la salida del vuelo. Aún estaba a tiempo de echarse atrás.
¿Seguro que es
de mi padre?
Su tía no
respondió. La letra infantil y temblorosa lo delataba. Veinte años esperando
aquella llamada.
Vuelve.
Solo una
palabra y con ella el recuerdo de un destierro, una mano encallecida cerrando
una puerta y una madre temerosa tras los cristales. Luego el mar bajo las alas,
la isla perdiéndose, desapareciendo entre el desarraigo y la rabia, y más tarde
aquella tierra árida, desconocida, inquietante.
Y ella
Todavía es un
niño, no te lo lleves al campo tan temprano.
Y él
Que se deje de
florecitas y trabaje como un hombre.
Y ellos
Tu mujer lo
tiene amariconado, tráelo con nosotros al bar.
El avión se
elevó y tendidos quedaron la ciudad, su velo turbio, la gran meseta. Cerró los
ojos con intención de dormir las dos horas y media. No quería pensar,
arrepentirse.
Y él
Deja el jardín
y ayúdame con los sacos.
Y ella
Me está
preparando los ramos.
Y ellos
A quién habrá
salido ese chico.
El zumbido
soporífero le trajo una entrevela donde los pensamientos se sucedieron sin más
propósito que fastidiar al sueño. Analizó sus sentimientos en busca del
resquemor de los primeros años fuera de casa, quizá con la intención de
acorazar el regreso, de no claudicar ante el viejo, pero solo encontró el vacío
de un silencio mantenido en el tiempo, un pozo que no merecía dragar. El
recuerdo de la noticia de la muerte de su madre consiguió suscitar un momento
proceloso que apartó de inmediato con un trago de agua.
El comandante
anunció la aproximación al aeropuerto y deleitó al pasaje acerca de las
bondades de la isla que estaban a punto de pisar. Fue en ese momento cuando
reconoció el temblor en las piernas y la opresión en el estómago. Los perfiles
de su infancia se abrieron sobre el mar
añorado.
Y ellos
Ven guapito que tenemos una diadema de flores
para ti.
Y él
Mañana
arrancaré el jardín, quiero ampliar la huerta.
Y ella
¿Para qué
quieres más frutales?
Luego los años
sin flores, sin risas, sin espejos.
Recogió su
equipaje y vomitó en el váter.
Mandó parar el
taxi al comienzo del camino que el tiempo había transformado en asfalto.Quería
recorrer los últimos metros a pie, necesitaba respirar, tranquilizarse. Pensó en
las cosas que diría, en los reproches que esperaban en la recámara de un tiempo
inane.
A medida que el
paisaje se volvía familiar la memoria jugó unas cartas inesperadas. Aparecieron
los juegos, la guataca horadando la huerta, los sacos de papas sobre los
hombros, el mar bravío del norte enredado entre los brazos del hombre
fortaleza, el padre protector.
Giró en el
último recodo y divisó la casa.
Se detuvo.
Soltó la traba del pelo y sacudió su
cabellera; alisó con premura la falda y dedicó una mirada rápida a su cuerpo.
Había dudado en qué ponerse, pero la imagen que desde hacía tiempo reconocía de sí misma le infundió la
seguridad que necesitaba en el escaso metro que la separaba de su infancia.
De pronto le
sorprendió el jardín. El esplendor de los años entre las flores derrumbó el
último muro. Y allí, en la puerta, apareció él. Pequeño, viejo, frágil,
sonriendo con un ramo de estrelitzias.
No hay comentarios:
Publicar un comentario