A veces me cuesta recordar mi
nombre.
En cambio, acuden a mi memoria,
tan claras, tan nítidas, imágenes de mi niñez. También aquellas fragancias que
me atan a mi pasado. Nunca olvidaré el día que falleció mi abuela. No ya por la
tristeza de familiares y allegados, sino por el embriagador perfume de las
cientos de flores, fuera en ramos o coronas, que acompañaron al féretro hasta
su última morada. Desde entonces, nunca han faltado las flores en su ineludible
cita otoñal.
El viento remueve las hojas secas
del camposanto mientras las familias se afanan en adecentar las frías lápidas.
Las flores secas son reemplazadas por revitalizados ramos, vivos colores vuelven
a adornar nichos y columbarios.
Terminada la ofrenda floral, sigo
a mis progenitores hasta el vetusto automóvil. El mismo en el que mi padre me
enseñó a conducir. La pestilencia a tabaco apenas se percibe, solapada bajo el
aroma de las flores. Mi madre las mira con calma, y recoloca los tallos de
crisantemos, lirios, gladiolos y rosas hasta conformar el poblado ramo a su
gusto. Mi padre, nervioso por la ocasional ausencia de nicotina, mira insistentemente
por el espejo retrovisor pero, por más que busca, nuestras miradas nunca llegan
a cruzarse.
El tráfico es denso en las
proximidades del cementerio, cual febril hormiguero en plena efervescencia. Mi
padre gira a la derecha y enfila la desgastada carretera que lleva a los
prados. La misma que, en el otro extremo, conduce a su pueblo natal. Él la
conoce a la perfección, cada cambio de rasante, cada curva, cada señal. Los viajes
de los primeros años fueron de noviazgo e ilusiones; los siguientes, de fiestas
patronales, de comidas familiares.
Yo también serpenteé por la vía a
menudo, las más de las veces abstraído en mis pensamientos infantiles, o
buscando pareidolias en las nubes. Solo compartí el asiento de atrás con bultos
y maletas, nunca tuve un hermano con el que jugar.
Una fina lluvia comienza a caer. El
trayecto se desarrolla en silencio, solo interrumpido por el batir cadencioso
de las escobillas sobre el parabrisas. Apenas un sollozo escapa de la garganta
de mi madre cuando el vehículo comienza a decelerar. Puedo notar como los
latidos de su corazón, por el contrario, se aceleran. En un pequeño arcén de
tierra, junto a los árboles de una curva cerrada, estaciona el utilitario. Mi
madre rompe a llorar antes de abrir la puerta. Nunca llegó a entender por qué
ocurrió aquello.
Recorren unos pocos metros por la
dehesa hasta buscar el cobijo de las frondosas ramas de un enorme ejemplar de
alcornoque. Su tronco retorcido y semidesnudo muestras las heridas del
descorche. Pero también otra laceración bastante más reciente, hendidura
horizontal, cual tajo de hacha, a poco menos de un metro de altura.
Mi padre se detiene a cierta
distancia. No puede contener las lágrimas que brotan a borbotones. Cree que su
regalo, gris metalizado, estaba envenenado. Mi madre, compungida, retira las
flores mustias, las que puso aquel día infausto, y las reemplaza por el aromático
ramo.
Resignado, observo la escena. No
puedo mitigar su dolor ni reconfortarles. En cierto modo, me siento culpable de
su sufrimiento. Debí ser más prudente. La impericia al volante y el exceso de
alcohol acarrean trágicas consecuencias. Apenas puedo retener estos recuerdos
en mi memoria.
Me marcho. Mis pies no rozan las
caídas bellotas ni los diminutos cristales, vestigios de lo que ocurrió aquella
noche.
Como un eco lejano, oigo las descarnadas
palabras que pronuncia mi madre: «Te echamos tanto de menos, Florencio, hijo
mío…».
A veces me cuesta recordar mi
nombre.
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