Cuando éramos niños nos conocíamos sólo de vista.
Nos veíamos de vez en cuando en el pueblo, en verano, pero nunca hablábamos.
Recuerdo una mañana de sol, apoyada sobre la fachada de la casa de mi abuela,
mientras bocetaba con mis lápices de colores, recién sacados la punta, que le
vi pasar muy sonriente, alegre y despreocupado. Tendríamos los diez u once
años. Y con cierta timidez, alzando con discreción la vista de mi bloc de
dibujo, para que no me viera, sonreí al verle así de alegre; me hizo gracia su
desparpajo.
Hace un par de años, ya rozando los cuarenta,
coincidimos de nuevo allí, en el pueblo. Una cena improvisada en la era; nos
habíamos juntado cinco personas, fue un día glorioso en el que hicimos un guiño
a nuestros abuelos, destilando unos manojos de espliego. Entre los torreznos
que nunca faltan por estas tierras y el buen vino, preparamos una barbacoa al
llegar la noche, y mientras andábamos de entrañable parloteo, apareció él,
entre la oscuridad. Gestos de palmadas, besos y abrazos de reencuentro. Sonreí,
y en esta ocasión, a pesar del tiempo congelado, casi de inmediato comenzamos a
hablar, a saber qué había hecho la vida de nosotros o qué habíamos hecho
nosotros con ella, en qué nos habíamos transformado, quiénes éramos… y lo que puedo
ahora decir, pasado un año, se me antoja contarlo como si fuera un cuento:
Nicolás
tiene los ojos de caramelo, pero como es de suponer, no se pueden chupar ni
saborearlos, así que me conformo con admirarlos pues su color invita a ello.
Cuando me fijo bien y los observo, me doy cuenta de que, aunque no te los
puedes llevar a la boca, son tan dulces que casi, casi, puedo apreciar el sabor
de su mirada y al cerrar los ojos, sin querer, sonrío.
Tiene
una voz que encandila, pero a veces le puede el temor y la vergüenza, y como no
quiere llamar la atención, esconde todas esas cosas bonitas que desea decir su
alma.
A
Nicolás le gusta reír y contar, y cuenta con mucha gracia y frescura. Es fácil
quedarte con la boca abierta cuando escuchas esas historias sencillas y
divertidas que hace de las experiencias cotidianas de la vida. Pues Nicolás afirma, que al igual que el
silencio le da sentido a la música, las palabras le dan sentido a nuestras
emociones y a nuestras historias, dibujando puentes de comunicación.
Está
redondito y eso a él le acompleja, y yo le digo que lo redondo también es bello,
y que cuando dejas salir todo eso que sabes y que nace sólo de ti, las
redondeces se estiran.
A Nicolás le pirra el buen comer y el buen beber, no
por chico fino sino por placer.
Y es que, un buen catador va aprendiendo a disfrutar
de todo cuanto le gusta, y ¡bien que uno hace! De entre los placeres de la vida
también están todas esas buenas costumbres que dan alegría al cuerpo; quizás lo
difícil, y éste es el arte, es permitírselas.
A
veces le pierde la impaciencia, se enfada como un niño, se cabrea y dice bajito
¡me cagüen to!, pero cuando se llena de ánimo y confianza, le vuelve a salir la
sonrisa, esa sonrisa que suena dulce y bonita porque le sale de dentro, y a mí
me gusta verle sonreír porque sus ojos chisporrotean y se vuelven golosina.
A
Nicolás cuando era niño se le abrió una herida en el corazón, porque echó en
falta el amor. Tiempo ha pasado hasta que ha cicatrizado y yo le recuerdo que
detrás de esa experiencia hay un gran regalo: la ternura y el amor ya los tiene
dentro. Sus ojos de caramelo se lo recuerdan, ojos verdes que evocan la
esperanza, de mirada entrañable, que ven desde ese tierno corazón y sienten el
amor libre. Ojos que Ven y Escuchan… y una voz para contar.
Este breve relato así se lo leí el otro día que nos
volvimos a ver, en la urbe, mientras conversábamos un vino, y le hizo tanta
gracia que de nuevo vi en él esa alegría que de niños expresaba de forma tan
espontánea y sincera.
Y es que esta alegría a ratos se esconde, va y
viene, viene y va; pero advierto su insistencia, quiere asomarse por cualquier
esquina o recodo de nuestra cotidianeidad, deseando hacerse hueco sin ruido,
levantando la mano una y otra vez, porque la alegría quiere venir para quedarse
definitivamente. A veces acompañan los miedos, la desesperanza, la desilusión,
y todas esas rabietas, enfrentamientos y enfados que gustan tanto de reaparecer
en escenarios diversos y que cuestan tanto soltar; a veces incordian para caer en
el desánimo y la desconfianza, pero cuando eres astuto y los desatrampas, ves
que tan solo son enredos de una película de ficción y hasta te surge la
carcajada espontánea de lo ridículo y absurdo.
Arremangados y con los colores que se suben con el
buen vino, en esa tarde que apetece dejar que suceda, que uno deja de
esconderse y se vuelve ligero, brindamos por el encuentro, por la vida y las
sonrisas, ésas que rompen con los esquemas mentales, las que te alejan de los
runrunes, te despojan de las nieblas y te alzan ilusionado a esos espacios de
la imaginación donde todo es posible y donde ves, con tus mismos ojos, nuevos
matices en las luces de los amaneceres y atardeceres; son esos espacios en los
que uno se siente feliz porque sí, sin más, y en los que uno sonríe y se sonríe
de su propia presencia.
¡Ah…! ¡Los olores…! Es curioso que cuando hablo con
Nicolás al final siempre sale el tema de los olores; esos olores atemporales
que te hacen parar casi en seco y sentir: los pinos, la tierra mojada, la
hierba recién cortada, el pan horneado, el café de la mañana… Los olores
rescatan nuestros recuerdos e irremediablemente pienso en mi abuelo, que cuando
era chica, con mis cinco años y con sus noventa, me esperaba al salir del
colegio bajo un pino muy alto y frondoso, y allí, mientras tomaba al hombro mi
cartera para ir de regreso a casa, yo le frenaba el marcharnos, estirándole del
bolsillo de su chaqueta de pana gorda, para que estuviéramos un ratito más. Y
él, que ya se lo sabía, en su disimulo indagaba asombrado en mi cara de
satisfacción, y, un día más, me dejaba que estuviera quieta por unos instantes,
como a mí me gustaba, mirando hacia arriba, respirando un color verde intenso
bajo el gran paraguas de piñas, para llenarme de ese olor a resina que estaba
fuera y, sin querer, se me metía dentro.
Ahora que está cayendo la tarde, Nicolás y yo
hacemos sonar las copas para brindar por este color: el color de los bosques,
de la naturaleza, de la esperanza… el olor de la vida… el color de la sonrisa…
y para mí, añado con la copa en alto y el último sorbo, el color de la sonrisa verde
Nicolás.
No hay comentarios:
Publicar un comentario