lunes, 17 de julio de 2017

La sonrisa, por BEATRIZ SANZ ALONSO



Cuando éramos niños nos conocíamos sólo de vista. Nos veíamos de vez en cuando en el pueblo, en verano, pero nunca hablábamos. Recuerdo una mañana de sol, apoyada sobre la fachada de la casa de mi abuela, mientras bocetaba con mis lápices de colores, recién sacados la punta, que le vi pasar muy sonriente, alegre y despreocupado. Tendríamos los diez u once años. Y con cierta timidez, alzando con discreción la vista de mi bloc de dibujo, para que no me viera, sonreí al verle así de alegre; me hizo gracia su desparpajo.
Hace un par de años, ya rozando los cuarenta, coincidimos de nuevo allí, en el pueblo. Una cena improvisada en la era; nos habíamos juntado cinco personas, fue un día glorioso en el que hicimos un guiño a nuestros abuelos, destilando unos manojos de espliego. Entre los torreznos que nunca faltan por estas tierras y el buen vino, preparamos una barbacoa al llegar la noche, y mientras andábamos de entrañable parloteo, apareció él, entre la oscuridad. Gestos de palmadas, besos y abrazos de reencuentro. Sonreí, y en esta ocasión, a pesar del tiempo congelado, casi de inmediato comenzamos a hablar, a saber qué había hecho la vida de nosotros o qué habíamos hecho nosotros con ella, en qué nos habíamos transformado, quiénes éramos… y lo que puedo ahora decir, pasado un año, se me antoja contarlo como si fuera un cuento:

Nicolás tiene los ojos de caramelo, pero como es de suponer, no se pueden chupar ni saborearlos, así que me conformo con admirarlos pues su color invita a ello. Cuando me fijo bien y los observo, me doy cuenta de que, aunque no te los puedes llevar a la boca, son tan dulces que casi, casi, puedo apreciar el sabor de su mirada y al cerrar los ojos, sin querer, sonrío.
Tiene una voz que encandila, pero a veces le puede el temor y la vergüenza, y como no quiere llamar la atención, esconde todas esas cosas bonitas que desea decir su alma.
A Nicolás le gusta reír y contar, y cuenta con mucha gracia y frescura. Es fácil quedarte con la boca abierta cuando escuchas esas historias sencillas y divertidas que hace de las experiencias cotidianas de la vida.  Pues Nicolás afirma, que al igual que el silencio le da sentido a la música, las palabras le dan sentido a nuestras emociones y a nuestras historias, dibujando puentes de comunicación.
Está redondito y eso a él le acompleja, y yo le digo que lo redondo también es bello, y que cuando dejas salir todo eso que sabes y que nace sólo de ti, las redondeces se estiran.
A Nicolás le pirra el buen comer y el buen beber, no por chico fino sino por placer.
Y es que, un buen catador va aprendiendo a disfrutar de todo cuanto le gusta, y ¡bien que uno hace! De entre los placeres de la vida también están todas esas buenas costumbres que dan alegría al cuerpo; quizás lo difícil, y éste es el arte, es permitírselas.
A veces le pierde la impaciencia, se enfada como un niño, se cabrea y dice bajito ¡me cagüen to!, pero cuando se llena de ánimo y confianza, le vuelve a salir la sonrisa, esa sonrisa que suena dulce y bonita porque le sale de dentro, y a mí me gusta verle sonreír porque sus ojos chisporrotean y se vuelven golosina.
A Nicolás cuando era niño se le abrió una herida en el corazón, porque echó en falta el amor. Tiempo ha pasado hasta que ha cicatrizado y yo le recuerdo que detrás de esa experiencia hay un gran regalo: la ternura y el amor ya los tiene dentro. Sus ojos de caramelo se lo recuerdan, ojos verdes que evocan la esperanza, de mirada entrañable, que ven desde ese tierno corazón y sienten el amor libre. Ojos que Ven y Escuchan… y una voz para contar.

Este breve relato así se lo leí el otro día que nos volvimos a ver, en la urbe, mientras conversábamos un vino, y le hizo tanta gracia que de nuevo vi en él esa alegría que de niños expresaba de forma tan espontánea y sincera.

Y es que esta alegría a ratos se esconde, va y viene, viene y va; pero advierto su insistencia, quiere asomarse por cualquier esquina o recodo de nuestra cotidianeidad, deseando hacerse hueco sin ruido, levantando la mano una y otra vez, porque la alegría quiere venir para quedarse definitivamente. A veces acompañan los miedos, la desesperanza, la desilusión, y todas esas rabietas, enfrentamientos y enfados que gustan tanto de reaparecer en escenarios diversos y que cuestan tanto soltar; a veces incordian para caer en el desánimo y la desconfianza, pero cuando eres astuto y los desatrampas, ves que tan solo son enredos de una película de ficción y hasta te surge la carcajada espontánea de lo ridículo y absurdo.

Arremangados y con los colores que se suben con el buen vino, en esa tarde que apetece dejar que suceda, que uno deja de esconderse y se vuelve ligero, brindamos por el encuentro, por la vida y las sonrisas, ésas que rompen con los esquemas mentales, las que te alejan de los runrunes, te despojan de las nieblas y te alzan ilusionado a esos espacios de la imaginación donde todo es posible y donde ves, con tus mismos ojos, nuevos matices en las luces de los amaneceres y atardeceres; son esos espacios en los que uno se siente feliz porque sí, sin más, y en los que uno sonríe y se sonríe de su propia presencia.

¡Ah…! ¡Los olores…! Es curioso que cuando hablo con Nicolás al final siempre sale el tema de los olores; esos olores atemporales que te hacen parar casi en seco y sentir: los pinos, la tierra mojada, la hierba recién cortada, el pan horneado, el café de la mañana… Los olores rescatan nuestros recuerdos e irremediablemente pienso en mi abuelo, que cuando era chica, con mis cinco años y con sus noventa, me esperaba al salir del colegio bajo un pino muy alto y frondoso, y allí, mientras tomaba al hombro mi cartera para ir de regreso a casa, yo le frenaba el marcharnos, estirándole del bolsillo de su chaqueta de pana gorda, para que estuviéramos un ratito más. Y él, que ya se lo sabía, en su disimulo indagaba asombrado en mi cara de satisfacción, y, un día más, me dejaba que estuviera quieta por unos instantes, como a mí me gustaba, mirando hacia arriba, respirando un color verde intenso bajo el gran paraguas de piñas, para llenarme de ese olor a resina que estaba fuera y, sin querer, se me metía dentro.

Ahora que está cayendo la tarde, Nicolás y yo hacemos sonar las copas para brindar por este color: el color de los bosques, de la naturaleza, de la esperanza… el olor de la vida… el color de la sonrisa… y para mí, añado con la copa en alto y el último sorbo, el color de la sonrisa verde Nicolás.


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