1
Recibo
con mano trémula el cuenco de té que una mujer, envuelta en un bou-bou, acaba de servirme. Los demás
hombres imitan mi gesto, y lenta, cadenciosamente, comienzan a beber el líquido
denso y fragante que ellas hierven con paciencia junto al fuego. Cenamos en
silencio, guarecidos bajo una jaima, a salvo de la intemperie. Sólo se oye un
coro de sorbidos y el áspero jadear de los ancianos, semejante al resuello del
viejo elefante que, rendido, sucumbe a los estragos de la hambruna.
Vencida la tarde acampamos junto
al pozo, única fuente visible de vida. En derredor, una meseta yerma, cubierta
de arena que, merced al viento, esculpe enormes dunas cuyas cimas se extienden
por doquier como olas de un mar muerto e infinito. A veces, cuando fijo la
vista en esas lomas sinuosas, siento un gran peso en el alma; las miro y trato
de imaginar cuál será el destino que aguarda más allá de sus sombras,
eternamente cambiantes.
Pesan en mi ánimo la fatiga y el
hambre que azota con dureza a la tribu Dulbahante y al resto de clanes que formamos el Daarood. Y es
entonces cuando extiendo los brazos a La Meca e imploro a Alá —el único Dios
verdadero— que nos guíe en su infinita bondad hacia la próxima fuente de agua.
Por ahora mis plegarias han sido
escuchadas. En esta época del año la mayoría de pozos están secos, y es muy
difícil dar con lugares donde aún pueda abrevar el rebaño.
Al final de largas jornadas de
camino bajo el yugo implacable del sol, los hombres caemos exhaustos,
hambrientos, al límite de nuestras ya de por sí menguadas fuerzas. Antes del
alba, un segundo cuenco nos ha de bastar para el resto del día. La comida
escasea durante la estación seca, cada vez más cruenta y prolongada.
Concluida la cena, los hombres
trazamos un círculo alrededor de la hoguera, cuyas lenguas de fuego proyectan
sus puntas hacia el cénit, oscuro como una cueva. Fuera de las jaimas,
fundiéndose en la inquieta negrura, se alza poderoso nuestro canto, el canto
del clan ancestral, el canto de los Daarood:
«¿Mi patria?
Mi patria es allí donde llueve.»
Pero hace mucho que la lluvia no acaricia
nuestra tierra sedienta. Tiempo atrás, durante el ciclo más fértil, tampoco
quiso el cielo concedernos sus preciadas lágrimas; gotitas que hicieran brotar
el pasto, cubrir de hierba las planicies ahora yermas. En su lugar sólo hay
polvo, roca, arena, y un calor que aumenta día tras día.
Es momento de descansar. Antes de
entregarme al sueño, observo fijamente a mi hijo Hamed hecho un ovillo, tendido
sobre un almohadón de lana, cubierta su figura con la piel de una iguelaf. Tiembla
y arde a un mismo tiempo, vencido por la enfermedad. Surcan su rostro infantil
las arrugas propias de un anciano. Lánguidos y ausentes, sus ojos parecen
reprochar al mundo el infortunio que se ceba con él, tan sólo un niño que ya no
es capaz de correr, de saltar, de ordeñar… que ya ni siquiera se molesta en
apartar al enjambre de moscas que revolotean, a cientos, sobre su cuerpo
exánime.
Me acuesto pensado que tal vez no
he rezado con la suficiente convicción.
2
Falta poco para que amanezca. Hay
una actividad frenética a esta hora crucial de la aurora. Todos en el
campamento se mueven de un lado para otro, pues no hay tiempo que perder:
debemos reemprender la marcha antes de que el sol emerja y anuncie la llegada
de otro día sofocante.
Desmontadas las jaimas, las
mujeres agrupan las camellas. A medida que éstas van haciendo acopio de su
enorme ración de agua, las dejan en manos de los críos que, hábilmente, extraen
el jugo de las ubres. La leche recién ordeñada se almacena en unos odres de
piel, ligeros y fáciles de acarrear. Después beben las cabras y las ovejas —un
total de doscientas cabezas—.
Es nuestro turno. Los hombres nos
lavamos y bebemos juntos del pozo, conscientes de la efímera tregua que estas
aguas nos ofrecen. Parecería lógico permanecer más tiempo aquí, pero nosotros,
los Dulbahante del clan
Daarood, somos nómadas. Jamás
permanecemos varados en ningún lugar.
Además, quedarse sería peligroso.
Una finísima línea de luz blanca
rasga el horizonte, preludio de un nuevo amanecer. Mezclada con el viento,
llega hasta mi oído la voz de un almuédano imaginario llamando a la oración
matutina, la salad asubh.
Intento concentrarme y orar con
toda mi fe.
Una nueva ración de té, la última
hasta el regreso del crepúsculo.
Asoma el sol en el horizonte como
un gigantesco ojo en llamas que inunda de luz el universo. El paisaje ha
cambiado y ya no es el mismo que nos circundó al oscurecer. El desierto muta
continuamente, nada permanece inerte en sus entrañas, nada duerme en la quietud
aparente de este universo desolado. Algunas dunas han mutado su perfil. Otras,
ya ni siquiera son reconocibles, se han esfumado sin dejar el menor rastro.
Antes de partir, un grupo de
muchachos explora los alrededores escudriñando los resquicios más sombríos de
este páramo. Es posible que, a corta distancia, otro clan más fuerte y poderoso
siga nuestras huellas. De ser así, debemos eludir su presencia, marchar a toda
prisa, sin tregua ni respiro. No tendríamos oportunidad frente a ellos: moriríamos
degollados por la hoja lasciva de sus cuchillos.
Así pues, sondear por adelantado
el terreno es cuestión de vida o muerte. Sólo con el máximo sigilo y la ayuda
de Alá —el Único—, familias y rebaño completaremos el trecho que nos separa
hasta el siguiente pozo.
Por fin emprendemos el camino —el
más seguro posible—, surcando la senda que nos fuera revelada en la niñez,
arcano trasmitido de padres a hijos, generación tras generación; legado que
pervive desde tiempo ancestral. Un tiempo tan remoto que se pierde en la
memoria de los pueblos.
Una gigantesca nube de polvo
delata nuestro paso a través de la llanura pedregosa. Nos dirigimos a la
inhóspita meseta de Haud. Poco a poco dejamos a nuestra espalda las tierras del
norte, las tierras de Berbera.
Es mediodía. El sol abrasa y el
viento quema como un fuego incandescente. Suelo, piedras, seres, aire, todo se
calcina a esta hora maldita. Con su estela polvorienta siempre a cuestas, la
hilera se dispersa en varias direcciones. Hombres y bestias se disputan el
palio exiguo de raquíticas acacias.
Enmudece la vida. Nada se mueve.
No se oye ni respirar. Todo parece pétreo, muerto, envuelto en un silencio
mineral.
3
Los rostros de los hombres
muestran ahora la rigidez de la piedra.
Monótono e incesante, mosconea en
mi cerebro el eco de un poema que aprendí a cantar cuando era niño. Evoca con
nostalgia a aquellos nómadas que nunca alcanzaron la última etapa de su
incierto viaje, y que ahora yacen sepultados bajo túmulos de arena infinita… Estrofas
que preludian la visión del Laascanood.
Cabras, ovejas, niños, mujeres,
hombres… el fúnebre séquito aumenta día a día acentuando los latidos de la
triste melodía. Si algo moribundo cae a tierra, hombre o animal, el desierto
velará muy prontamente su agonía. Luego otros seres harán suyo ese despojo.
No podemos mirar atrás. No
debemos. No mientras quede un solo camello con vida. Aunque la leche de las
hembras se haya secado hace tiempo y no quede una gota en los odres, seguiremos
caminando, aferrados al deseo de hallar otra fuente de agua.
El clan Daarood mengua a cada
instante, inexorablemente, consumido por la aciaga sequía, cuyas llamas
devastadoras han vaciado nuestros pozos.
Proseguimos. De repente, a lo
lejos, se oye un hondo rugido.
En contraste con el roce
amortiguado de sandalias y pezuñas, el crudo restallar del látigo que azuza a
las camellas rezagadas y el soplo perenne del viento quemador, surge en la
distancia un espantoso zumbido; profundo y grave al principio; progresivamente,
más y más sobrecogedor…
...el feroz aullido de una
tormenta del desierto, la voz que acalla cualquier lengua sometida a su hálito
feroz.
El confín del horizonte desparece
velado por una fabulosa masa de nubes compactas, opacas, tan altas como dunas
gigantescas, que avanzan inclementes hacia aquí.
Nos ciega, de súbito, una niebla
espesa y terrosa. Ráfagas violentas arrastran miles y miles de gránulos que
impactan sin cesar contra todo lo que encuentran a su paso, como lágrimas de
roca dura y punzante.
Los camellos, habituados a estos
fenómenos, apenas se inmutan; acaso ralentizan un tanto su marcha, recortándose
en la bruma como espíritus.
Pero nosotros, en cambio, debemos
guarecernos cuanto antes.
Tan rápido como puedo, extraigo
el haz de gruesos palos que guardo en un saco de cuero. Una vez clavado el
armazón, ato fuertemente varias pieles que recubren y protegen la jaima del
castigo exterior.
Tinieblas anaranjadas flotan
alrededor impidiéndome la visión a más de dos pasos. No consigo ver nada más
allá. Me desgañito llamando a los que aún quedan vivos, pero sé que es inútil.
Nadie es capaz de oír mis gritos en mitad de la cruel ventisca. Únicamente
puedo esperar a que cese el temporal resguardado bajo el palio que ahora ocupo,
a salvo de la tormenta.
Amanece. El silencio es tan
profundo que oigo los tañidos de mi propio corazón. El fragor de la tormenta ha
cesado por fin. Agarrotado, abandono el refugio. Arena por todas partes. La
misma luz cegadora. Por suerte, el sol está aún bajo. Todavía se puede
respirar.
Al fondo, a unos cien metros,
diviso al resto de Daarood. Apiñados en torno a unos matojos, conforman un
amplio semicírculo. Los hombres parecen haber iniciado el shir, la reunión cotidiana del clan. Pero ¿dónde está nuestro
rebaño?
Echo a correr hacia ellos.
¡Alá es grande! ¡Alá es grande!
¡Hemos dado con un pozo!
Alcanzo, extasiado, la charca de
agua salvadora. Los demás hunden su mirada en el líquido, absortos en su
irresistible contemplación. De pronto, veo reflejada la silueta de un enorme
animal sobre la superficie, el perfil de un gran elefante…
…un elefante de piel oscura y
viscosa, completamente ciego… ¡El horrible Laascaanood!
¡Aquél que sólo pueden ver los ojos de
los muertos!
Muy buen relato, brutal y despiadada la subsistencia sin agua,
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