Autumn Ruby de Catherine Abel. |
Trato de cerrar un círculo después de dos años de intriga.
Todo comenzó el once de julio de 2014 en París.
Esa mañana, mis planes vacacionales incluían la
visita al museo de Arte Moderno, muy cerca de mi hotel en Trocadero. Despertaba
mi interés dedicar al arte del siglo XX
una mirada más pausada, y aquel día el destino quiso que la australiana Catherine
Abel expusiera allí una muestra itinerante de sus óleos figurativos. Me habían hablado
de la sensualidad que conseguía en sus retratos de corte cubista,
influenciados por Picasso, Dalí o Tamara Lempicka, por lo que no quise dejar
pasar la ocasión de verlos en persona.
La
añoranza de mi bohemio abuelo me llamaba en esta ocasión a realizar también alguna visita al barrio de Montparnasse que había acogido sus años de juventud
en La Ruche, compartiendo espacio con otros pintores y artistas entre
estrecheces, ratas y frío. Lo recordaba de anciano, fumando en
el sillón de orejas de la buhardilla, su pipa ante las continuas quejas de mi
abuela, mientras mi madre se encargaba de recordarme cómo no se debía vivir, y
qué modelo no debía seguir.
Pero yo adoraba a mi abuelo. Ese aire de lejanía me hacía cómplice de sus frases, que caían en mi
mente infantil como sentencias
incoherentes, a las que el paso de los años fue dando luz y forma. Unas veces
yo las dejaba flotar en mi cabeza, y otras recurría a mi abuela que esquivaba mi
curiosidad con un rotundo “el pasado debe quedar donde está”,
rematada por la típica “niña deja en paz a tu abuela” de mi madre.
Así que a las diez de la mañana de
aquel día ya estaba dirigiéndome al ala
este del Palacio de Tokyo para disfrutar de la exposición . En el folleto de la
entrada ya se anunciaba la obra de Catherine Abel con óleos de sus comienzos allá por el año
2000 en París, y
otros posteriores de influencia renacentista en su etapa italiana.
Sin prisa fui recorriendo las distintas salas, admirando pinturas fauvistas, cubistas, de abstracción
o de nuevo realismo, dejando para el
final las de la australiana.
Diez lienzos ocupaban las paredes salpicándolas de ese colorido de formas
angulares que ella desplegaba con sus pinceles. Me dejaba seducir por el
refinamiento de mujeres de voluptuosas curvas, hasta que clavé la vista en el Autumn Ruby. Una oleada de
calor me recorrió entera. Las mismas curvas de jóvenes huesos anchos, el mismo
corte de pelo, sus elegantes manos y sensual boca, el idéntico chal rojo bordado con flores en azul Lanvin, apenas ocultando su
insinuante desnudez, pero sobre todo, la inconfundible mirada ausente que me
llevaba a bucear en su mundo interior con la intención de
desentrañar algún enigma. Sólo su postura corporal difería de la
otra, que la mostraba sentada sobre una vieja mecedora, y que colgaba en la
pared de la buhardilla de mi abuelo.
No sé cuánto tiempo permanecí allí en
silencio, tropezando con las absurdas ideas que mi imaginación acrecentaba y mi
sensatez trataba de apaciguar. Pero una pregunta me persiguió hasta que regresé a mi casa y el rostro de mi madre al relatar
lo ocurrido, me confirmó la necesidad de averiguar qué relación podía tener una mujer pintada en dos ocasiones,
con setenta y ocho años de diferencia.
- Te he contado todo lo que sé, hija - decía tratando
de frenar mi pertinaz curiosidad-
Veinticuatro años fuera son muchos años. Tu
abuela le tenía prohibido hablar de la guerra, y de la
mujer del cuadro. Más de una vez estuvo tentada de lanzarlo a la
basura.Pero yo sabía que algo grande se ocultaba en aquella
buhardilla a la que mi abuela me prohibía subir en mi adolescencia, y
que ahora mi madre trataba de negar. En aquella época, algunas conversaciones entre ellas se interrumpían cuando yo aparecía por la cocina. Sólo mi abuelo
me relataba con fruición sus anécdotas
parisinas, entre artistas mediocres o genios aún por descubrir en años de
entreguerras, o sus penurias cuando por evitar la guerra civil española,
decidió permanecer en París alistándose después en las Fuerzas Francesas del Interior hasta la caída de
Hitler. Me mostraba recortes de prensa, viejas fotografías, y alguno de sus cuadros que
ocultaba tras unas sábanas, apoyados en la pared. Sólo permanecía colgado
el de la mujer desnuda y envuelta en un chal rojo bordado de flores azules. Mi
interrogatorio acerca de la modelo
provocaba una triste tirantez en su rostro, y en ese momento daba por
concluida la charla.
Las
semanas posteriores a mi regreso, las pasé invirtiendo
muchas horas en poner patas arriba aquella habitación, procurando que mi madre
no se percatara de ello. Dos descubrimientos encendieron una pequeña luz en mi
mente y me pusieron en el camino que durante dos años me ha llevado de Varsovia
a Argentina, pasando por París.
El primero se escondía tras el cuadro, al que di la
vuelta en un momento de lucidez. La nota escrita era esclarecedora : “ Mi adorada Hannan
Rosenthal, mi regalo polaco. Paris 1922 “.
El segundo salía de un
cofre cuya cerradura no resistió la presión de
la ganzúa. Guardaba el tesoro testimonial de sus años de juventud. Recortes de
Le Figaro fechados en noviembre de 1938 mostrando imágenes de cristales rotos en tiendas judías en
Alemania, fotografías de la juventud sepia de mi abuelo en París, apuntes
y bocetos a lápiz de la deliciosa desnudez de
aquella mujer, noticias sobre Franco en La Prensa, enviados por amigos desde la
isla, anuncios y folletos de desfiles de moda en la casa Lanvin en los que
aparecía de nuevo el nombre de Hannan, y lo más conmovedor, cartas de ella a
mi abuelo desde Argentina fechadas en enero de 1939. Pero lo que me heló la
sangre fue una pequeña fotografía que
me presentaba la imagen de tres
mujeres sentadas en el banco de un jardín con asombroso parecido, pese a
sus diferencias de edad. La anciana
reposaba su cabeza en el hombro
de una mujer de madura y serena belleza, que a su vez tomaba de la mano a una
joven de unos veinte años, idéntica
a la muchacha del cuadro del museo de Arte Moderno. En el reverso de la
foto leí: " Las
Rosenthal: Hannan, Sara, Ana. Buenos Aires 1990”.
Empezaba a entender aquellos silencios,
aquellos cambios de conversación.
Esa tarde la abordé sin contemplaciones. Mientras almorzábamos puse la foto sobre la mesa.
- Quiero la verdad.
El rostro de mi madre pasaba del estupor al enfado hasta que aparecieron
las lágrimas. Permanecimos largo rato en silencio. Lo que a continuación me contó, estoy segura
que le alivió aquella pesada carga.
Hannan Rosenthal
había nacido en
Varsovia en 1902. A los veinte años sus
padres la enviaron a París poniéndola en contacto con un judío amigo de la familia, quien le
consiguió un puesto de costurera en
la casa de modas de Jeanne Lanvin. Su
buen hacer y belleza le abrieron muchas puertas, y por aquel tiempo conoció a mi abuelo.
- No sabría decirte cómo la conoció y cómo vivieron aquellos años allí. Cuando le preguntábamos se encerraba en la
buhardilla todo el día. Por las cartas - prosiguió- sé que ella se exilió a
Argentina en diciembre del 38. Las
noticias que le llegaban de Varsovia y Alemania eran terribles y no auguraban
nada bueno, así que se fue. Creo que unos tíos la
acogieron en su casa... y supongo que ya no regresó.
- ¿ Qué hizo el abuelo?
- Aquí sufríamos los últimos años de la Guerra Civil y él no quería volver a Canarias. Puede que pensara que ella regresaría a París. Pero lo
atrapó la otra guerra, la grande. Imagino que se alistó en las Fuerzas
Francesas del Interior huyendo de los recuerdos.
- ¿Y cuándo conoció a la abuela?
- Regresó en agosto de 1945 y empezó a trabajar en la fábrica de
tabacos La Lucha. Se enamoraron y se
casaron un año después. La vida continuó, tuvieron
hijos, nietos...y eso es todo.
Escudriñaba a mi madre con atención sabiendo
que algo quedaba por contar y ella notó mis ojos inquisidores.
- En casa no se hablaba del
pasado, sobre todo delante de él. Tus abuelos
debieron firmar un pacto de silencio y todo quedó olvidado en la buhardilla,
hasta que un maldito día llegó aquella carta con la foto que acabas
de enseñarme. ¿Por qué tuvo Hannan, a la vejez, que desvelar un secreto de cincuenta
años?- la voz de mi madre se quebraba
haciendo esfuerzos por no llorar -
Destrozó los últimos días de tu abuelo. Todos sufrimos con él. Volví a
mirar la foto y até cabos. Tres generaciones de
mujeres judías: Hannan, la mujer del retrato de la buhardilla, Sara la hija de
ambos, y la más joven, Ana, la nieta de mi abuelo.
Aquella noche mi madre no me acompañó a cenar.
Pero la historia aún estaba incompleta. Quedaba
claro que Hannan había salido
de París embarazada y se lo ocultó a mi abuelo. Varias preguntas rondaban mi
cabeza: ¿Era Anna la modelo del óleo que había visto en París? ¿Qué hacía allí y cómo la conoció Catherine Abel?
Una semana después tomaba, no por casualidad, un café con mi amiga Liliana que trabajaba en el Consulado Argentino, y
aproveché la ocasión.
- Ese tipo de información es
confidencial- me advirtió -Pero puedo ponerte en contacto con un detective
privado muy eficiente en Buenos Aires; te hará un buen descuento, me debe
algunos favores.
A partir de ese día, los descubrimientos se fueron
sucediendo mes a mes a través de las informaciones que aquel
hombre me iba enviando. La vida de mi abuelo se fue desgranando y creció en mi interior con cada secreto desvelado, con cada imagen
que mi ensoñación me regalaba.
Hoy espero que Catherine Abel, desde
Australia responda a mi email confirmando
que su modelo de París es mi prima Ana.
Hoy podría cerrar un círculo.
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