Pintura de Maruja Abrams |
(Cuento tradicional chino)
—Aquí está, majestad. El más hermoso de mis cuadros.
Precedido de su guardia personal, el rey Bao penetró en
el aposento. La pieza, desnuda y cuadrada, albergaba un solo lienzo en su
interior. El monarca acarició su luenga barba, tan negra que negaba los
colores. Solemne, sus ojos resbalaron por el cuadro que tenía justo enfrente, sustentado
por un tosco caballete hecho con tablas de ciruelo. Sonrió el soberano, deleitado
como un niño ante un juguete largo tiempo deseado.
De todos los artistas de su reino, ninguno como Zhin.
Aquel cuadro era, en efecto, un prodigio de belleza. A la vista se ofrecía un
senderillo curvilíneo, flanqueado por hileras de cipreses; un riachuelo fulgurando
a la derecha, guiado hacia los huertos. Y, al fondo, majestuosa y soberana, hermana
de las nubes, la gran montaña blanca. Arriba, el cielo limpio del estío. La
calma hecha paisaje, atrapada en pinceladas, prendida en los encajes de la
tela.
—Me complace tu talento, joven Zhi. Este lienzo será el
gozo de mis horas palaciegas. Pon precio a tu obra.
De tal suerte fue adquirida aquella joya. La fama del
pintor se derramó como las flores en los prados. Bao, entretanto, comenzaba a
recelar de cuantos otros contemplaban aquel cuadro. Su sospecha fue creciendo
como el muérdago en los árboles, parásito mordaz. Temiendo que le fuera
arrebatada por ladrones —en todas partes figurados—, encerró su gran tesoro en
una estancia vigilada día y noche. A resultas, sólo el rey pudo admirarla. Mas,
con el tiempo, por estima hacia el pintor, aquél concedió a Zhin bula para verla
en ocasiones. Siempre a solas, siempre enjaulado en esa pieza, custodiado por
la escolta del rey Bao.
Pasaron muchas lunas. El pintor siguió acudiendo, cual
amante, a la cita con su obra, cautivo frente al lienzo horas y horas.
Pero un día el artista no salió del aposento. Alertados,
los guardias irrumpieron en la pieza ahora vacía. Ni rastro del pintor. Intacto
el cuadro. Desconcertado, Bao se hizo preguntas maliciosas. Hasta que uno de
los hombres señaló hacia la montaña. Allí, en las faldas tapizadas de flor
blanca, al final del senderillo, corría Zhin hacia la cima de su arte.
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