La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

domingo, 17 de abril de 2016

De visita por museos de Madrid, por ANTONIO MORILLAS.

La reja de Raoul Dufy
  1. EN EL THYSSEN. Dufy
Por razones coyunturales que no vienen al caso, nos invitaron a la premier (o pase privado) de la exposición de RAOUL DUFY en el museo Thyssen Bornemisza, y decidí acudir para conocer la obra de este pintor desconocido para mí, y, además, para comprobar que no existe la complicidad entre las clases, eso que algunos llaman interclasismo. Ellos son ellos y nosotros, nosotros, y desde la altura de sus tacones – ellas - o desde la altivez de su mirada - ellos y ellas - pude comprobar que somos clases irreconciliables por mucha transversalidad que algunos iluminados de la nueva ola quieran decretar, y que la pelea tiene que conducir a que ellos bajen de su pedestal y se pongan a la altura de los seres humanos sin más pedigrí que su condición humana. Ahora, instalados en su nube, son otra cosa. ¿Suena a rancio el alegato? Podría ser, pero cuando los ves de cerca, tienes sensaciones extrañas.
Allí estaban todos, y todas: la baronesa Thyssen (Carmen para los amigos) y su vástago, acompañado de su amada y nunca bien ponderada esposa plebeya, madre de sus hijos; ellas, tísicas como sílfides hambrientas, él, traje azul oscuro, saludando a unos y a otros: ministros, embajadores y presidentes de consejos de administración, con sus respectivas, viejos amigos, algunos paisanos del papá ausente para la eternidad, espléndido proveedor de recursos para las siguientes generaciones familiares, y aduladores de la mamá presente, esa señora de carnes estiradas, que hizo bueno aquel dicho popular: “es mejor saberse casar que saberse criar”, y todos ellos, pasando como de puntillas ante los cuadros que se exhibían en las pulcras paredes del museo, y sobre los que un experto daba explicaciones y datos para que los no entendidos entendiésemos qué quiso expresar el pintor con su obra. Bastante les importaban a ellos y ellas los cuadros y el pintor que se inició con el impresionismo y terminó  fauvista: cuatro escuchábamos al experto mientras ellos y ellas departían, y, alguna vez, tan solo nosotros dos le seguíamos porque, para la alta sociedad presente, lo realmente importante era estrechar relaciones con la señora baronesa pues el futuro es muy traicionero y nunca sabes lo que te puede deparar...
Y como lo de menos eran los cuadros, una vez finalizado oficialmente el recorrido, pasamos al vestíbulo donde camareros pulcramente ataviados empezaron a pasar bandejas con bebida, cerveza o vino, tinto o blanco, y refrescos. Todos miraban por encima del hombro del vecino para ver por dónde aparecerían las bandejas con las viandas, porque a esa hora de la tarde – las ocho - ya empezaba a protestar el estómago, incluso el de los bon vivant que suelen hacer caso a la máxima gastronómica de ‘muchas veces y poco’, para que el estómago no sufra como el de los proletarios que somos más de ‘pocas veces y mucho’. Nosotros estábamos mal situados para el envite y las bandejas pasaban delante de nuestras narices ya vacías, en retirada, hasta que alguien se percató y aumentó el número de camareros que atacaron por todos los flancos, y nos llegó algo de lo que se suponía serían manjares exquisitos dignos de cualquier buffet de la high society madrileña.
Nuestra mundana habilidad alcanzó, por fin, el objetivo, pero, ¿qué nos encontramos? En un recipiente de diseño, bien modelado, rugoso, de estaño o de otro material noble o irreconocible para un lego en la materia, habían puesto unos frutos secos, salpicados de algo como goma dulce. Como era lo primero comestible que caía en nuestras bocas, pues no le dimos mayor importancia y nos dijimos aquello de que después vendría lo bueno… Después vino el plato fuerte: pinchitos de algo que quería ser tortilla de patatas, sobre un algo que parecía hojaldre y en la que no se divisaba por ningún lado la patata y aún menos el huevo, no digamos nada de la cebolla. Eso sí, la servilleta de papel que nos proporcionaban para limpiarnos los labios o los dedos era de diseño, seguro que exclusivo del museo. Llegué a la conclusión de que era la tan cacareada deconstrucción de la tortilla de patata, que, deglutida en el Museo Thyssen del Paseo del Prado de Madrid, frente al Museo del Prado, debía adquirir una nueva dimensión. El problema es que en mi boca se hizo una bola que tragué sin apenas masticar porque donde se ponga una buena tortilla de patatas, con cebolla, o, en el no va más de la tortilla, como la que ponen el EL OASIS de Despeñaperros, con sus pimientos fritos, jamón y chorizo, además de las patatas y el huevo, que se quiten todos los inventos postmodernos por muy de alta alcurnia que sean. Hacen que uno, que va a ver arte, le quede un mal recuerdo del tal Dufy, al que no tenía el gusto de conocer, pero que ahora, tras la experiencia, voy a olvidar pronto.
Y me fui, y a punto estuve de ir al BRILLANTE de Atocha, el de toda la vida, a comerme un bocata de calamares a la romana con una cervecita bien tirada, con su espuma y todo, para olvidar... No lo hice porque era un día de diario y tenía que madrugar al día siguiente.
Poco tiempo antes, había acudido en Madrid a la exposición ART MARIAGE, de unos amigos: Jorge, fotógrafo, y Dori y Carmen, poetas, gentes del común, de la calle, como nosotros pero con arte en las venas. Los autores nos explicaron su obra, y todos atendíamos con educación, porque ninguno de los que allí estábamos esperábamos favores futuros de nadie, solo su amistad. Después de degustar las fotos y los poemas, nos tomamos una cerveza, o un vino, o un refresco, y unas tapitas muy apañadas, y departimos amigablemente. Es obvio que las gentes del común no tenemos más intereses que la amistad, la fraternidad, y con muy poco somos felices. Y eso es mucho. Bastante más de lo que puede esperar cualquier estirado de los que acudieron aquella noche al maravilloso Museo Thyssen.

2.      EN EL PRADO. Picasso.

Las Mujeres de Pablo Picasso

Cruzar las puertas del Museo del Prado siempre produce una sensación especial,  como si traspasaras las de un paraíso terrenal en el que nos encontraremos a viejos conocidos que pacientemente esperan en las paredes a que nuestras miradas reactiven sus vidas cuando se crucen con las suyas. Y más fuerte es la sensación si esa visita se realiza de noche, cuando el incesante hormigueo de turistas o de amantes del arte en general, termina. Esa sensación de sentirte solo, rodeado de todos los actores principales de la historia del arte que te miran, mientras fuera se hace la noche, es única y muy recomendable para quien no la haya vivido. Es como si un vendaval de aire fresco inundara los pulmones, o como si una explosión de belleza penetrara en tus sentidos como un manantial irrefrenable.
Íbamos a ver 10 obras de Picasso que el Kunstmuseum de Basilea prestaba al Prado para que las exhibiera mientras finalizaban sus obras. Era la primera vez que yo accedía por la entrada alta ‘de Goya’ que da acceso a la Galería Central, considerada como la columna vertebral de su colección permanente, y, en ese espléndido lugar, era  donde se exponían las 10 obras escogidas. Es imposible encontrar un mejor marco para encuadrar a Picasso que rodeado de las obras de los maestros italianos y flamencos, Tiziano, Rubens, o españoles como Velázquez o Goya….  Según avanza por la sala el visitante, es inevitable volver sobre los retratos de Carlos V y Felipe II de Tiziano, o sobre Las tres gracias de Rubens, o adentrarse en el Salón de los Retratos de Velázquez  para pensar, una vez más, que parece imposible que una mano humana pintase Las Meninas, el centro del universo pictórico. Y, como en un fogonazo, brillando sobre las tenues luces de la sala que lo acoge, se me aparece el Cristo crucificado de Velázquez, que nunca antes me había producido la sensación de plenitud que me produjo esa noche. Así, paso a paso, despacito, llegamos a la sala de retratos de Goya, que preside el majestuoso lienzo La familia de Carlos IV, donde finaliza la visita y volvemos sobre nuestros pasos.
En la exposición sobre Picasso están representadas las diferentes etapas del pintor entre 1906 y 1967. En palabras de Calvo Serraller: “… el decálogo que nos legó un artista que supo serlo hasta el final.”
En el tríptico que acompaña la exposición se cuenta brevemente la historia de las obras LOS DOS HERMANOS y ARLEQUÍN SENTADO, depositadas en el Kunstmuseum de Basilea por Rudolf Staechelin en 1947 y que, veinte años después, su hijo Peter quiso poner a la venta, lo que provocó una oposición radical de la ciudadanía, que llevó a las autoridades a convocar un referéndum mediante el cual se aprobó su adquisición definitiva con la participación de instituciones públicas y aportaciones particulares. Este hecho, insólito y mucho más si lo contemplamos desde esta España de hoy, conmovió a Picasso que, agradecido, regaló a la ciudad un estudio de gran tamaño y tres pinturas que también forman parte de esta exposición: HOMBRE, MUJER Y NIÑO, VENUS Y AMOR y LA PAREJA. Estaba claro que el espíritu mercantilista, a edad tan provecta, ya no vivía con él y le importaban más gestos como el descrito que seguir incrementando su patrimonio, como sucedió con el GUERNICA, encargado por el Gobierno de la República para el Pabellón español de la Exposición Universal de Paris de 1937, y por el que cobró sus buenas pesetas. En aquella época, una cosa era la ideología y otra la economía, como casi siempre para casi todos, porque no creo que la República estuviese sobrada de fondos. Seguro que los españoles que sufrían le habrían agradecido un gesto altruista como el que tuvo después con los habitantes de Basilea.
Pero como no hay que mezclar el arte con la ideología, estamos de acuerdo en que Picasso era un genio y a los genios se les puede perdonar casi todo. Y si nos ponemos en el lugar del Picasso comunista, seguro que desde el lugar del universo que ocupe el polvo en el que ya estará convertido, mirará con los ojos de la nada bien abiertos para maldecir a mucha de la gente –ministros, banqueros, alcaldesas, constructores- que paseaba por la sala Villanueva del Prado para contemplar la obra de ‘ese comunista’, que vivió como ellos pero nunca fue uno de ellos porque no se dedicó a esquilmar al prójimo: su acumulación de capital se produjo gracias al genio del que la naturaleza le hizo poseedor.




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