La ira ofusca la mente, pero hace transparente el corazón (Niccolo Tommaseo
Dicen
los más viejos que hubo una tierra iracunda donde todos eran habitantes
fugitivos en casas iluminadas de paupérrimas bombillas amarillas, por donde las
madreselvas y otras plantas trepadoras campaban a sus anchas. En aquel tiempo
todos eran hijos de la ira; almacenaban el fracaso, acumulaban el rencor, y
contaban los agravios recibidos como el avaro cuenta una y otra vez su preciado
tesoro.
Pero
en el fondo, los miserables habitantes de aquella tierra de entonces sabían que
si permanecían inmóviles, si se rebelaban en contra de la terrible rutina que
los había confinado al no ser, todo cambiaría. Aquella era una tierra roja de
rocas peladas, por donde cursaban ríos cristalinos, girasoles ciegos y vacas
amarillas señoreando sus ubres secas por calles desoladas, por donde siempre
marchaba gente anónima, arrastrando la alcuza del hambre. Allí nacieron los
hijos de la ira.
Ellos
supieron que el sol no se compra, que nada poseían salvo el legado de la ira,
ira necesaria para luchar contra la tiranía del odio y la soberbia. Comenzó
entonces el eterno éxodo del vencido, miles de pies arrastrándose por caminos
inhóspitos, miles de manos enterrando los cuerpos al alba, cuerpos que nadie
creyó que fueran semillas, ojos contemplando la inercia del horizonte,
suspendidos en el agravio, paralizados en la negación de un mundo posible.
Llegó Saturno devorando a sus hijos y nunca el hombre tuvo tanta piedad de sí
mismo como entonces, ni tanto arrebato, ni tanto odio.
Supieron
de repente que la despiadada mañana había llegado cargada de mondos huesos y
cadáveres apilados. Quedaron los hombres incrustados en la tierra, hundidos
hasta las rodillas, enfrentados para siempre y duales en otra absurda guerra
fratricida. Creyeron que necesitaban de la ira para salvaguardar la vida
injuriada, los ojos del caballo asesinado y sus ásperas crines ensangrentadas.
Ellos no sabían que los que murieron, germinarían un día en otros hombres nuevos,
y que lucharían para limpiar aquella tierra iracunda de estiércol y
escorpiones, que lucharía sin tregua para que la vergüenza del pecado
terminara. Aquellos hombres se preguntaban ¿cómo pueden los pacíficos entender
más allá de los dientes que mordían, cómo se puede crecer entre las cicatrices?
¿cómo seguirá latiendo el corazón que ha clavado puñales en el costado de otros
hombres?. Ellos no sabían que existía un agua que habría de caer sobre la
semilla reseca y cubierta de ceniza, que de su propia sed y ansias nacerían el
agua nueva que regaría la espiga.
Pero
malditos los que un día comulgaron con la muerte y que en lugar de pan dieron
lágrimas, malditas manos manchadas lacayas del tirano…, siempre es lo mismo
Ojos de uva, una tierra que espera a ser sembrada y la vieja raposa colándose
en los jardines. La traidora muerte disfrazada de hambre, de Ébola, de
venganza, de oro líquido y prosperidad.
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