Mónica perseguía el sueño de ser notario. Durante
diez años embargó las horas de su vida para regalárselas al Código Civil. Su
único amigo fue el cronómetro colgado al cuello y su mejor plan salir a cantar
los temas. El día de descanso se asomaba al balcón y miraba matrículas de
coches para evocar el número del artículo correspondiente recitándolo como si
fuera un verso de Machado.
Llegó una
nueva oportunidad. Saludó a los examinadores y giró el bombo lleno de bolitas.
Salió el tema ciento ocho, dando testimonio de su mala suerte; ese era el único
que jamás dominaría. Lloró desesperada.
El
Presidente del Tribunal desalojó la sala y cerró la puerta. Le dio un clínex
para que se sonara la nariz y le dijo:
–Señorita,
ser notario ya no es lo que era. No tiene futuro desde que pinchó la burbuja.
Déjelo. Sea usted otra cosa. ¡Hágase abogado¡ salga al mundo, viva y
diviértase.
Todos los
miembros del Tribunal asintieron, pero la soberbia de Mónica la tuvo cinco años
más con el trasero pegado a la silla y los codos soldados a una mesa.
Con las
primeras canas, sacó plaza en un pueblo de Alicante. Desde entonces se aburre cómodamente.
Anda de la firma a la tumbona, de la tumbona a la casa y de la casa a los
sueños.
Corrían los sesenta y el Juez novato del tribunal
era yo. Me senté en estrados para impartir justicia y caí fulminado por la
magia del espectáculo.
Teresa lo
había perdido todo, incluyendo la vida, presuntamente a manos de un desalmado. Él
se llamaba Manuel y era tan guapo como malhablado. Aseguraba no tener razón
para matar a nadie y menos a una mujer preciosa por la que estaba colado. Doy fe
que era tan fácil creerle como no creerle.
El abogado
y el fiscal fueron dos magos del suspense. Me introducían en la trama y jugaban
conmigo. Lograban que me perdiera entre vericuetos de pruebas que tan pronto
ratificaban los hechos como los hacían parecer inverosímiles. El testigo de
cargo me tranquilizó. Fue tan contundente que supe que debía declararle
culpable. Las pruebas del forense me mataron y estuve segurísimo de que nunca
podría condenarle. En los alegatos finales se libró una cruenta guerra de
lenguas afiladas. Defensa y acusación batallaron hasta hacer jirones cualquier
posibilidad de certeza por mi parte.
Al
terminar, en mi cabeza solo quedaban dudas. Me dio pereza decidir el destino de
Manuel. Lancé una moneda al aire y salió la cruz de culpable. No tenía futuro
como Juez y pedí la excedencia ese mismo día.
Salí con la señora para acompañarla a misa. Un
taxista nos estaba esperando en la acera de enfrente con el coche arrancado. Llevaba
allí un buen rato y le iba a tocar ayudarme con la silla de ruedas de Doña
Carmen, pero parecía contento. Cambió el gesto y me puso en alerta cuando un
hombre salió de las sombras del portal. Apenas pasaron segundos y ya pateaba a Doña
Carmen en la acera. Vomitaba palabras soeces y supe que era él, a pesar de las décadas
de cárcel que llevaba a sus espaldas. Seguía siendo la misma mala bestia de
siempre.
Reaccioné
rápido. Lo llamé “hijo de puta” y lo llamé cobarde. Sé por experiencia que un
hombre que maltrata nunca aguanta esos dos insultos. Aproveché su desconcierto
para darle una patada en el punto flaco de todo hombre, con toda la fuerza de
mis ochenta kilos de mujer. Cuando lo tuve en el suelo, ataqué sus riñones y lo
dejé inconsciente.
Me pedía
el cuerpo liquidarlo con un golpe seco en la cabeza, pero había escarmentado
con mi propia historia: Un asqueroso que vivía con mamá la mató delante de mis
ojos en plena calle. Si yo hubiera tenido más templanza no le habría golpeado
con un martillo hasta machacarle los sesos. No porque me arrepienta, sino por
todo este lío que me traigo de ser una prófuga condenada a malvivir de “chacha”
fija sin papeles. No olvidaré lo que me dijo el doctor abogado que me ayudó a huir
de México:
–La ira es mala consejera. Si hay
que matar, hazlo “mijita”… pero limpio y de academia, sin ira.
La alimaña
había regresado para matar a su mujer, veinte años después de tirar el bebe de
los dos por la ventana. Aquel no era el lugar, pero decidí que buscaría uno más
tranquilo para hacer justicia.
Eso hice,
sin ira.
Mario era un joven de buena familia que se quedó sin
padres y se comió la vida. Existió como si no hubiera mañana; salteando
banquetes con acontecimientos varios en los que se adoraba a Baco. Nunca tuvo
oficio ni beneficio.
Los
consejos de su abogado de cabecera no evitaron que dilapidara rentas y fincas a
salto de mata. Disfrutaba horrores comiendo como un príncipe y bebiendo como un
cosaco. Todos reconocían que lo hacía con el estilo de Capote y el desenfreno
propio de un verdadero Hemingway. Les dobló a los dos en peso, gastos y
amigos.
El tiempo
huyó: su pelo fue raleando, las rentas menguando y no hubo indulto social
cuando sus invitaciones en los restaurantes bajaron de los tres ceros. Por
aquel entonces superaba los ciento cincuenta kilos en canal.
El
letrado, su último amigo, perdió de
vista a Mario la mañana que lo desahuciaron del Barrio de los Jerónimos. Cuando
pagaron el sobrante de la subasta por el “casoplón” junto al Hotel Ritz, Mario
había desaparecido por completo. Le buscó por todas las esquinas de Madrid pero
no tuvo noticias hasta diez años después. Casualmente lo localizó esperando
turno en un cubo de basura. Se compadeció de él; Mario había perdido la
dignidad pero mantenía intactos los kilos a base de engullir basura caducada de
un supermercado.
Le citó en
su despacho y puso en sus manos el cheque con los últimos restos del naufragio,
indicándole que tendría suficiente para vivir decentemente unos cuantos años.
–¿Vivir
como un muerto de hambre? ¡De eso nada querido amigo¡ Te invito a cenar. Más
vale noche de rey que mil como mendigo.
Genio y
gula, hasta la sepultura.
Mohamed se presentó cinco minutos antes del juicio.
Yo era su abogada de oficio y él un adonis alto y apolíneo. Su piel era negra
como la noche y su sonrisa como nieve recién caída. Me dio vértigo al verle y
supe que había sido victima de un flechazo fulminante.
No tenía
papeles, ni país de origen, ni un duro en el bolsillo. No sabía su fecha de
nacimiento y no era capaz de relatar lo ocurrido.
Le conté
al Juez lo que había leído en la causa: Que Mohamed llegó a España arrastrado
por la corriente del estrecho y lo pillaron infraganti robando pan, fruta y una
lata de Coca-Cola en un supermercado de Algeciras y también que no llegó a comerse
todo el pan, ni a beberse el botín, porque la policía decomisó las pruebas del
delito. Nadie dio testimonio a su favor, pero quedó absuelto de multa por un
tecnicismo legal que se me ocurrió en el último momento.
Salí del
juicio flotando. El amor es la droga alucinógena más potente que existe y yo me
había enganchado. Padecí deslumbramientos descabellados mientras firmaba el
acta en el Juzgado. Vi la vida en colores besándonos en una playa del sur y
flipé en blanco y negro con nuestra existencia bohemia en Lavapiés. Después
aparecieron Tarzán y Jane en technicolor por el caribe… Mi cabeza daba vueltas
como una lavadora.
Cuando fui
a buscarle a la puerta del Juzgado estaba decidida a empezar por lo básico, o
sea invitándole a un café.
Mohamed rodeaba con su brazo de Apolo la cintura de
avispa de una diosa de ébano. Me la presentó como su novia. La había conocido en la patera que los arrastró a Europa.
Si la
envidia fuera tiña, yo sería tan negra como ella, pero no tan guapa.
Mi primer caso como letrado fue un asunto de tráfico
de drogas. Estaba muerto de miedo porque me entregaron los autos el día antes
del juicio.
La acusada
era Paraguaya y le faltaban dos dientes en la foto. Una nota manuscrita, en un
“post-it” pegado a la causa, hablaba de Elena:
“dejó
seis hijos en Paraguay
para
atravesar el mundo,
con
unos “polvos de talco” muy “guay”
pero
el asunto era chungo… ”
Debió
escribirla un poeta mediocre que se hacía pasar por oficial del Juzgado.
Los
agentes del aeropuerto la habían detenido al pisar tierra Española. Incautaron los
polvos y mutaron sus quimeras en una pesadilla preventiva que ya duraba dos
años.
No hubo tiempo
para preparar la vista y menos para hablar con ella. Improvisé una defensa con
estrategias aprendidas de Billy Wilder.
Veinte
días después llegó la sentencia. Arranqué la moto y volé a la cárcel para verla.
Ella
apoyó sus manos en el cristal; su vida entera colgaba de mi boca.
–Elena, ya eres libre. Dime la verdad… –le
pregunté–. ¿Eras inocente?
–Abogado, avariciar una vida mejor que la
mía ¿es ser culpable?... –me respondió.
Jamás volví a hacerle una pregunta tan absurda
a un cliente.
Tenía la certeza de que era hijo único, huérfano de un
padre miliciano muerto en la guerra civil. Después del entierro de mi pobre
madre, vacié los armarios. No tenía previsión de encontrar nada interesante,
pero había una carpeta esperándome en un cajón. Era de cartón marrón y tenía tres
palabras escritas en la portada: “Para vosotros
dos”
Dentro
había un álbum con hojas de cartón, concebido por mamá al mismo tiempo que yo. Contaba
nuestra historia a través de imágenes y recortes de viejas revistas. Ella era
casi una niña cuando le conoció. El jugó con ella mientras rodaba una
superproducción de Hollywood en un castillo de nuestro pueblo. Luego se fue y
nunca volvió.
Mamá me
tuvo a mí. No hubo estudios ni quiso marido y vivimos de alquiler. Salvo hacer
las migas como nadie, nunca le conocí otra habilidad que limpiarle las
escaleras a la gente y hacer croché.
Todo el
mundo conocía a mi padre. Hasta yo, que no sé de casi nada, sabía su nombre y
le había visto en el cine. Era un actor consagrado y su lista de mansiones,
divorcios y amantes lujuriosas no tenía fin.
Pero mamá
era de buen conformar y no había celos ni amargura en sus notas y recortes. Al
contrario, la existencia de mi padre la hizo feliz como si fuera en parte la nuestra
propia. Recortaba fotos de los tres y hacia “collages” inventado escenas que imaginaba
para nuestra familia de mentirijillas. Luego las pegaba en el álbum por
riguroso orden cronológico.
Anotaba
pies de pagina y bocadillos contándome y contándole detalles en los que yo era
igualito a él y también frases cariñosas que imaginaba que el pronunciaba desde
el olimpo de los dioses. En algunas paginas dibujaba manos falsas para
enlazarnos en los momentos clave de nuestras respectivas vidas.
La composición
que más me gustó era una en la que estoy vestido de almirante y pegado en una
foto a color del ABC, en la que se ve a papá recogiendo su primer oscar. En el
bocadillo que salía de su boca se podía leer: “Dedico este premio a mi querido hijo Pepito, como regalo en el día de
su primera comunión”…y en el pié de página mamá escribió: “El galardonado disfrutó de la fiesta
posterior acompañado de su bella esposa Española, natural de Turégano, Segovia”.
La novela
que había escrito mi madre era colorista, amable y entretenidísima, pero más
falsa que la más falsa moneda.
El fiscal
que todos somos, condenó a ese hombre a la pena de olvido eterno por golfo
lujurioso sin posibilidad de recurso. Estaba a punto de lanzar el álbum al
fuego, cuando el abogado, ese que sólo algunos pocos llevamos dentro, pidió la
venia y alegó en su defensa:
–Muchacho,
borrarlo es imposible y odiar no sienta bien. Esta España de postguerra se nos
cae a pedazos y en este pueblo ya no queda nadie ¿Por qué no haces lo que
quiere mamá? Las madres suelen tener razón.
Saqué los
ahorros de la cartilla y los gasté en un billete de ida a Los Ángeles. Nunca
regresé.
Por
cierto, a papá le gustó el álbum.
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