Alicia:
«¿Cuánto tiempo es para siempre?»
Conejo
Blanco: «A veces solo un segundo»
Lewis Carrol
El verano en que Safira volvió a casa, mi
madre fue a la nave donde trabajaba papá y trajo cuatro hermosos conejos.
Safira insistió en ayudarla, pero papá, que llegaba en ese momento desde su
despacho, se lo impidió.
—Vas
a mancharte ese lindo vestido; tu madre puede hacerlo sola.— Y le dio un abrazo
de los suyos, apretado y largo.
—¿Cómo
está la futura veterinaria?—le pregunté poniendo boca de conejo y besuqueándole
el cuello.
—Hermanita,
tengo muchas cosas que contarte—me dijo mientras subíamos a la habitación a
desempacar el equipaje; percibí un chispeante fulgor en sus ojos. Safira
llevaba nueve meses fuera de casa; el próximo curso yo también ingresaría en la
Universidad.
Safira
era bellísima. Los amigos del instituto decían que nos parecíamos; sin embargo éramos
tan distintas...Ella era tímida, serena, pausada, demasiado reflexiva. Cuando
un chico la piropeaba, se
encendía como un rojo neón. Hacía lo
indecible por pasar desapercibida, ni siquiera tenía cuenta en Instagram. Tomar
decisiones la mortificaba durante semanas, y si el fin a un problema requería
barajar diversas alternativas, se atascaba en una maraña de posibilidades. No
daba un paso sin consultarme.
Yo
era el contrapunto: intensa y rápida en resolver cualquier entuerto. Me gustaba
disfrazarme y participar en las actuaciones del colegio; declamaba como nadie.
No conocía límites ante un capricho; sin embargo era capaz de renunciar a todo
para favorecer a Safira. La amaba y ella me adoraba.
A
pesar de ser la pequeña, mi desarrollo fue más explosivo que el de mi hermana a
todos los niveles; la primera evidencia fue mi talla de sujetador cuando ella aún
usaba camisilla. Otras evidencias solapadas quedarían patentes pocos años después.
En
casa, papá me conocía mejor que nadie, mejor incluso que mi hermana. «Eres una
zalamera, Dalila. Siempre me llevas al huerto», me decía a menudo. Yo era su
ojito derecho en aquella época, aunque fuera Safira quien le ayudaba en la
granja. En cambio mamá sentía debilidad por ella, así lo he creído siempre por
más que nuestra madre trataba de disimularlo. El día que los conejos se tiñeron
de rojo todo cambió. Tanto
que aún no entiendo qué se rompió en mi cabeza ese día.
Papá sí lo supo, de eso estoy segura, porque no volvió a mirarme a los ojos.
Mamá se auto engañó para poder soportarlo.
—¡Dalila,
Safira ya han llegado todos! Bajen a comer.
La
mesa del jardín estaba repleta de comida, como siempre que mamá reunía a la
familia en las ocasiones especiales. Y esta era una ocasión especial. La hija
mayor volvía al campo después de su primer año universitario en la ciudad. La
tradición mandaba sacrificar algunos conejos de la granja familiar, aunque mamá debía preparar otra cosa para mí. Yo no comía
conejo. Aquellos animales con los que jugábamos de pequeñas, eran mis queridas
mascotas, sobre todo los conejos blancos, y cuando Safira los agarraba por las
orejas y los llevaba a la cocina, la odiaba en silencio. Los conejos se sacudían,
gruñían y gritaban. Yo me tapaba los oídos. En cambio papá elogiaba la
habilidad de mi hermana para despellejarlos. Mamá les rompía el cuello muy rápido
para que no sufrieran; pellizcaba el pellejo de la espalda y lo cortaba con
un cuchillo filoso
creando una abertura. Luego se lo daba a Safira, que usando los dedos índice
y medio de ambas manos, los enganchaba firmemente debajo de la piel; empujando
una de sus manos hacia la parte trasera del conejo y la otra hacia su cabeza,
rasgaba el pellejo en dos pedazos. Yo contemplaba la escena haciendo esfuerzos
por no cerrar los ojos, por no llorar.
—Atiende
bien, Dalila. Cuando se vaya tu hermana tendrás que hacerlo tú—decía mamá a
sabiendas de que yo nunca sería capaz de matar una mosca, y menos un conejo.
La
granja familiar había crecido con nosotras, pese a las escasas ayudas del
gobierno. Papá invirtió mucho dinero para industrializarla y abarcar otros mercados.
Cuando Safira terminara la carrera de veterinaria podrían incluso dedicarse a
la inseminación artificial, y nuestra empresa de cunicultura se distinguiría de
la competencia. Esos eran los sueños familiares; pero los sueños no siempre se
cumplen, sobre todo cuando algo estalla en tu cabeza y un desatinado plan
usurpa de forma inesperada las riendas de tu vida
Ese
verano Safira y yo nos pusimos pronto al día. A últimas horas de la tarde subíamos,
como habíamos hecho siempre, a la parte
alta de la nave de papá. De pequeñas nos sentábamos allí, en el suelo, por
fuera de su despacho. A esa hora él iba a ducharse y nosotras, desobedeciéndole,
nos sentábamos al borde de la tarima con los pies desafiando al vacío, apoyadas
en la barandilla de madera. Desde allí poníamos nombre a los conejos o los contábamos
por si algún empleado se hubiera llevado alguno. Papá los clasificaba en las
jaulas por colores. En primera línea estaban los blancos, mis preferidos; yo
pasaba horas acariciando su pelaje algodonoso. Luego estaban los pardos, los
color canela, los negros, los moteados. Conocíamos a la perfección sus sonidos
y callábamos para escucharlos: el cacareo casi imperceptible cuando comían, el
rechinar de dientes si algo les causaba dolor, los zumbidos de los machos
queriendo cortejar a las hembras. Cuando gritaban o golpeaban con las patas
traseras en las jaulas yo me tapaba los oídos y salía corriendo. Aquello no lo
podía soportar. En cambio a mi hermana esos animalitos le hacían salivar
rememorando el caldero de conejo en salsa de mamá.
Aquel era nuestro espacio favorito cuando se
iban los trabajadores, porque nadie podía oír nuestras confidencias. Fue lo que
hicimos ese verano. Hablar y hablar, reír y recordar, y sobre todo planear. Las
dos soñábamos a lo grande. Safira con expandir la empresa, yo con la farándula.
Así me decía mamá; para ella las actrices eran unas muertas de hambre. «Siempre
podrás venir a comer conejo, Dalila». Reíamos remedando a mamá.
—¿Cuándo
piensas contármelo?— le pregunté al
tercer día de su llegada.
—Mucho
habías tardado.—Su mueca socarrona me dio la razón. El brillo de sus ojos la
delataba.
—¿Es
guapo?,¿tienes una foto?, ¿te ha besado?—la ansiedad me corroía.
—¡Para,
hermanita!, ni siquiera sabe que existo.
—Lo
raro hubiera sido que sí lo supiera—le recriminé—¿Cuándo vas a entender que así
no llegarás a ninguna parte?¿ Acaso él
también es tímido?, ¡menudo par!
—Lo
veo por los pasillos en los cambios de clase, está en un curso superior. Soy
invisible para él, siempre rodeado de tías que no paran de....
—¡Basta!—no
soportaba el tono derrotista de Safira.—¡Tenemos que hacer algo! Tengo un plan.
Y
lo hicimos, muy a su pesar; sin embargo sé que se divirtió ese verano. Al
principio me costó convencerla, pero cuando le prometí que yo me encargaría de
todo, de hacerle las mejores fotos, de los stories, de los reels, del chat...de
todo, cedió. «Prometo que él será tu primer seguidor, te amará para siempre»,
le dije ceremoniosa. «Podría ser divertido», reconoció al fin. «Jura que sí»,
le respondí. No lo fue.
Tres
meses después, solo yo fui a la universidad. Nadie me culpó del accidente; pero
papá había percibido algo distinto en mí: el letal hedor de la envidia. No
volvió a mirarme a los ojos.
Safira
me gritaba en lo alto de la nave. Nunca lo había hecho. Estaba enloquecida. ¡Pero
ella solo ponía las fotos!, jamás le había dirigido la palabra. Era yo la que
chateaba con él, la que lo conocería ese mismo año; era a mí a quien mandaba
audios apasionados cada noche. Se lo contaría todo y él me entendería porque en
realidad amaba a la mujer que se escondía detrás de las imágenes, y esa mujer
no estaba dispuesta a renunciar nunca más. Safira había perdido la razón, era
una extraña; gritaba y pataleaba cada vez más fuerte, como gritaron a su vez los
conejos dando golpes con sus patas traseras. Yo me tapé los oídos. La empujé y
cayó. Su cabeza se estrelló contra las jaulas. Fue el día en que los conejos
blancos se tiñeron de rojo.
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