La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

martes, 14 de mayo de 2019

MARGARITAS, por Tomás Sánchez Rubio.



“Se lamenta el tiempo de que no sabemos aprovecharlo...” Cuando mi amiga Teresa le escuchaba a su abuelo Ricardo estas palabras, se apoderaba de ella una cierta desazón. Admiraba y quería a su abuelo, pero ese razonamiento realmente la inquietaba.  Se imaginaba el tiempo como un anciano cabizbajo, sentado en el borde de un abismo frente a un perpetuo atardecer. Vestido, por supuesto, “a la griega”, sostenía con una mano un reloj de arena, y en la otra apoyaba su frente abrumada...
            Por otra parte, Teresa se preguntaba si también le “dolía” al domingo que hubiera personas a quienes sus tardes se les hiciesen interminables; si al dinero le afligía el hecho de ir de mano en mano sin parar... ¿Acaso se quejaría la fama de ser tantas veces poseída por individuos execrables? ¿Le quitaba el sueño a la honradez sentirse con tanta frecuencia despreciada...?
            En fin, el abuelo Ricardo era medio poeta, medio músico, medio artista... Se ocupaba -y preocupaba- de muchas cosas, pero, por encima de todo, se trataba de un hombre impaciente. Contaba innumerables anécdotas, a veces muy divertidas; otras, trascendentales. No era persona, como le ocurre a bastantes mayores, que rememorara una y otra vez los mismos hechos; no “se repetía”. Sin embargo, el tema del paso del tiempo le afectaba especialmente: le molestaba ver a sus hijos, y luego a sus nietos, mirando la televisión mientras cenaban, o bien “despilfarrando” la tarde asomados sencillamente al balcón en vacaciones. Qué hubiera pensado al contemplar las horas que pasan los hijos de sus nietos con los ojos fijos en el móvil y los pulgares en continuo y frenético movimiento...
            Al abuelo de Teresa le angustiaba aguardar más de la cuenta: le exasperaba la demora del autobús, montaba en cólera cuando consideraba que había esperado demasiado en la consulta del médico o que la cola del cine no avanzaba lo suficientemente rápido. Iba corriendo a todas partes y presumía de ser puntual, de tal modo que se indignaba cuando llegaba tarde tres minutos la persona con quien se había citado. Reñía frecuentemente con su mujer al considerar que ella siempre “hacía las cosas a su ritmo”, sin consideración alguna hacia él, sin respetar sus tiempos. 
En más de una ocasión, años atrás, se había visto obligado a llevar a su nieta Teresa al colegio. La niña se detenía a veces para coger una margarita de esas que asoman tímidamente por las grietas de la acera; seguidamente, con una sonrisa que dejaba ver algunos huecos, se la ofrecía a su abuelo. Este tomaba la flor de mala gana y, apretando la mano de la pequeña, aceleraba la marcha con aire de fastidio.
            Con frecuencia decía el abuelo Ricardo que “había que dar ejemplo a los hijos”. Efectivamente, los hijos tomaron buena nota de su impaciencia y resultaron tan poco tolerantes, en ese sentido, como él. Cuando iban de visita a su casa, lo cual no hacían con demasiada frecuencia, apenas permanecían el tiempo justo; por otra parte, si algún día salían a pasear en familia, los contrariaba que su padre cada vez caminara más lentamente. Una vez muerta su madre, apenas lo llamaban por teléfono: “no tenían tiempo...”

Cuando el abuelo Ricardo dejó este mundo –“ya estaba tardando”, según su hijo mayor−, solo le lloró su nieta Teresa, mi amiga y la única que se paraba a recoger para él las margaritas que crecían en las aceras.

4 comentarios:

  1. Cuánto daría yo por seguir recogiendo margaritas para mis abuelos!
    Fantástico, Tomás!

    ResponderEliminar
  2. Sin duda, estimado Tomás son cambios en los que el tiempo tiene distinta medida y las personas otra manera de considerar a sus mayores... Buena reflexión para descubrir en lo que sí merece la alegría invertir.

    ResponderEliminar
  3. Uff! Me has tocado la fibra. Yo soy tan agonía e impaciente como el abuelo Ricardo. A ver si aprendo.

    ResponderEliminar
  4. Ay, que mala es la impaciencia, amigo Tomás. Excelente relato. Un abrazo

    ResponderEliminar