Tras
los oscuros cortinajes del escenario, una mirada furtiva escrutaba al público
concurrente en la sala.
―
Ha venido mucha gente, ¿no? ―dijo la artista con mirada de preocupación.
―Sí,
y todos han venido a verla a usted, Señora. ¿No le hace ilusión?
― “Mihija”,
necesito un tequilita― le imploró a Marcela con la boca tan seca como el ojo de
un tuerto.
La
miró frunciendo el ceño, y replicó: ― Eso ya lo hemos hablado antes. No le voy
a dar nada.
―
Pero uno, “nomás”. Mira que nunca he salido al escenario sin tomar. No sé si
podré...
La
imploración, con los ojos a punto de derramar una lágrima, no sirvió de nada.
―
Pues si no va a poder, dígalo, y ahora mismito salgo ahí fuera y le digo a toda
esa gente que se vaya, que suspendemos.
―¿Pero
cómo vas a hacer eso, “mihija”? ¿Estás loca? Llevan mucho tiempo
esperando, van a armar bronca.
― Efectivamente, llevan
mucho tiempo esperando, Señora...
El Hábito era un cabaret
bien ubicado en México D.F., que regentaban Jesusa y Liliana desde hacía unos
años. Humilde, sí, pero a la postre, no podía aspirar a mucho más en ese
momento. Sus tiempos más gloriosos habían pasado. De hecho, al anunciarse su
vuelta a los escenarios, muchos se preguntaron: «¿Pero no murió?».
No, Isabel Vargas Lizano no
estaba muerta, su organismo todavía resistía, a pesar de que se había tomado
muchas molestias para llevarlo a su límite a base de apurar botellas de
tequila. En cambio, Chavela Vargas, la otrora abanderada de la canción popular
mexicana llevaba desaparecida casi quince años. Atrás quedaron los discos, los
conciertos, las emisiones radiofónicas, las películas, las apariciones en la
televisión. Un largo peregrinaje por el desierto más implacable, por la senda
más inextricable que nunca recorrió. Para un artista, el olvido es la
aplastante losa que socava los cimientos del día a día. Ya no seremos lo que
fuimos, acaso nunca fuimos lo que creímos ser. De la altura del pedestal al
fondo del pozo, tan sólo hay un empujón. Y una vez abajo, subir el escalón se
hace inasequible, más aún si la ilusión y las fuerzas flaquean.
―Vamos, prepárese, comadre,
que llegó la hora― la instó de nuevo, sin dejarla pensar.
Agazapada como un jaguar,
enjugándose el lloro con el poncho, siseó durante poco más de un minuto una
especie de plegaria pagana, salmodia chamánica a algún dios selvático y
primigenio. Mientras, repasaba mentalmente los hitos de su vida, buenos y malos
momentos, que habían convertido a esta soberbia mujer en un mito.
El
camino nunca fue fácil, pero bien es cierto que a nadie regalan nada. A pesar
de tenerla, nunca conoció el amor de madre. Este rechazo unilateral la marcaría
de por vida. Cuando se trasladó de su Costa Rica natal a México, siendo una
adolescente, sólo dejó atrás la indiferencia de sus allegados y el rencor de
sus convecinos. La niña de los pantalones, la de comportamiento errático, la
expulsada de su feligresía por “rara”, se llevó en su corazón tanta pena que se
rebeló contra el mundo para poder sobrellevarla. Se fue fraguando un carácter
indómito y rebelde, impropio para una mujer en la época que le tocó vivir.
Siempre le gustó el
“artisteo”, y aún sin formación, no le importaba improvisar o hacer el ridículo
en convites y juergas. Su desfachatez encandilaba, su estilo característico,
que fue forjando poco a poco, alejándose de los cánones de la ranchera
tradicional, le granjeó la amistad de reconocidas figuras del panorama musical
mexicano, que vieron en esta mujer el mejor vehículo para dar rienda suelta a
todas las emociones contenidas en sus letras. El maestro Lara, y, por supuesto,
José Alfredo Jiménez, fueron sempiternos cómplices de cantina, apalancados en
las oscuras barras de tugurios, benefactores de una fauna bohemia y
dicharachera, que no conocían el fin de las trasnochadas parrandas hasta acabar
con las existencias etílicas del local.
Y
en esas noches, y en esos locales, se fue fraguando, modelando, la voz
desgarrada, el sentimiento en cada verso, la fusión de los ritmos.
Un
foco irrumpió a través del éter humeante que inundaba el local. El acople de un
micrófono rechinó, llamando la atención de todos los presentes hacia el
escenario. La introducción fue breve y concisa:
―Buenas noches, queridos
amigos, estimado público. Con todos ustedes, la singular Chavela Vargas.
Un tímido aplauso de
acogida. Ella, con los brazos cruzados sobre su pecho, agradeciéndolos con un
suave cabeceo.
«Pero mira cuánto
jovenzuelo. Si seguro que ni conocen mis canciones. Esto va a ser un desastre».
Estos fueron sus pensamientos justo antes de que la guitarra de Marcela
desgarrase la noche. Los acordes de “Macorina”, su canción fetiche, el símbolo
revolucionario, con la que iniciaba todos sus conciertos, le atravesaron la
médula espinal, punzando a cada nota, cada vez con más fuerza, sus recuerdos
más íntimos. Así de caprichosa es la mente humana. Seguramente esa nostalgia,
la remembranza de los que ya se fueron, le ayudaron a alcanzar al momento el
clímax necesario para conectar con el público, para tocar su alma como sólo
ella sabía hacerlo.
Pon,
Ponme la mano aquí,
Macorina.
Llegado el último verso, el
público prorrumpió en un aplauso atronador. Desde el fondo le gritaban que
cantase tal o cual canción de su repertorio, a lo que ella, exultante,
contestó: ―No se preocupen, que no nos marchamos de aquí hasta que no las
cantemos toditas.
Me quitarán de quererte,
llorona,
Pero de olvidarte nunca...
“La Llorona” era la canción
preferida de su queridísima Frida Kahlo, esa mujer traumatizada por el dolor y
la tragedia, a la que amó y que la amó. Sus días en casa del gran Diego Rivera
la marcaron para siempre; la excentricidad y libertad con la que estos dos
personajes se comportaban chocaban con la remilgada y estricta sociedad que
existía más allá de esas puertas.
Ojalá que te vaya bonito,
ojalá que se acaben tus
penas,
que te digan que yo ya no
existo,
que conozcas personas más
buenas.
El desamor. El eterno
sentimiento encontrado. No entiendo por qué no me quieres, pero te deseo que
encuentres a otra persona que te dé lo que yo no pude darte. Y Chavela de eso
sabía bastante, aunque digamos que alejada de la ortodoxia. Siempre tuvo muy
claro que sus amores sólo podían ser femeninos. Cual moderna Safo, fascinaba
con sus canciones y su desparpajo a las mujeres que encontraba a su paso, bien
fueran del submundo de los cabarets, bien pertenecieran a elitistas extractos,
incluida alguna estrella hollywoodiense en aquellas locas noches de Acapulco,
mujeres solteras o casadas, jóvenes o maduras. Su vida fue un ir y ver de
humildes catres a regias camas con dosel. Nunca ocultó su condición, aunque
tampoco hizo alarde de ella. Se limitó a vivir la vida de acuerdo a sus
principios y querencias.
―Tiene usted que venir a
España, señora Chavela―le repetía una y otra vez el simpático librero español
que acudía de forma religiosa a El Hábito para ver a aquella mujer madura que
embelesaba a propios y extraños, con esa forma de cantar tan particular, brazos
en cruz, como si la plegaria rota del crucificado saliese por su boca. O como
si buscase el añorado abrazo que nunca tuvo, el de su madre. Dicción clara de
cada verso, el alma en cada rima.
―¿Pero que voy a hacer yo en
España, querido? Si allí ni me conocen―replicaba a cada nuevo envite la
artista.
―Pues por eso mismo. Allí
sabemos apreciar el talento, y usted lo derrocha en cada actuación. Yo tengo
contactos. Piénselo. ¿Qué tiene que perder?
En eso tenía razón el entusiasta hombrecillo. Ya
había perdido quince años de su vida, borracha, abandonada y alejada de todo y
de todos. Superado el miedo al ridículo de su reencuentro con el público,
alejada por fin del tequila que tantas alegrías y penas, a partes iguales, le
brindaron durante su juventud y madurez, las circunstancias de la vida le
ofrecían la oportunidad de resurgir cual ave fénix a las puertas de la vejez.
Después llegó Almodóvar, y
Sabina, y Miguel Bosé, y tantos otros artistas hispanos que la colmaron de
halagos. Cada espectáculo era único e irrepetible, los escenarios se
abarrotaron de espectadores que querían ver y escuchar a la plañidera del
desamor. Distinciones y galardones no le faltaron tampoco. Y se vieron
cumplidos sus sueños de actuar en la sala Olympia de París. Y posteriormente en
el Bellas Artes de México, lugar sagrado de las artes escénicas aztecas.
Chavela nunca tuvo miedo a
Catrina, a la pelona, a la muerte. Un día, Chalchiuhtlicue, la diosa del agua,
señora de la vida y de la muerte, la cogió de la mano y juntas recorrieron la
ascensión a la gran pirámide del sol en Teotihucán.
Tomate esta botella
conmigo...
¡y en el último trago nos
vamos!
No hay comentarios:
Publicar un comentario