Tengo, puedo, quiero escribir
versos de ocasión
en los que la ciudad no sea más
que una nuez
apretada en el puño de mi mano.
Sujeta, callada, lenta, sola,
mía.
Me apetece respirarla,
acercándome a ella en alas de
cualquier gesto.
Sí, un gesto amanecido desde la
fría ventana,
donde asomada de soslayo
poetizaba la niña que soy.
Ahora, turbio el cristal, tras
el soplo menudo de mis labios,
agudizo la mirada sin alcanzar
a ver distinguidos monumentos,
ni ramblas, ni concurridas
plazas,
ni enormes edificios rasgando
el sol,
que dan paso a ese medio limón
que invertido en la noche,
será plata en la gloria, sombra
en las calles.
De ningún modo pienso escribir
sobre los parques de la ciudad.
No quiero ver esas ratas con
plumas,
que asedian a los niños
mientras meriendan,
ni apercibirme de la presencia
de vagabundos
comidos a miseria, portadores
del techo al hombro.
Una vez cerrados los párpados,
la ciudad se reduce a esas dos
calles despiertas,
puestas en el cuadro de todas
las mañanas,
lugar de paso de tempraneros
que asoman,
compran el pan y desaparecen.
Hay demasiado que escribir, se
escribe tanto, que todo es cero.
Sin más, lo otro es mucho, me
aburre.
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