A la una
y veinticuatro, hora local, se produjo la gran explosión. Poco se supo
entonces. La información se dio a cuentagotas. ¡Cómo imaginar el impacto que
tendría la catástrofe en las vidas más humildes, arrancadas del hogar y sin guión alternativo!
El plan
de largo alcance se activó con la emergencia de un desastre apocalíptico. Terrible
cuenta atrás, cada segundo era de oro. Cada décima contaba. Había que evacuar todas
las zonas afectadas de inmediato. Sin demora y sin razones. Ya habría tiempo
para todo lo demás. Cuestión de Estado. Cuestión de instinto. Cuestión de
excusas ante el resto del planeta.
Esa
noche, Dios no compareció. Otras deidades tenebrosas ocuparon su lugar. Puede
que llegaran para instalarse en el infierno terrenal, hogar propicio para seres
expulsados de los cielos. Acaso no era la primera vez. Los espectros siempre
buscan los espacios más sombríos. Lugares solitarios. Ciudades camposanto
improvisado, sepulcro de sonrisas infantiles.
La nube amortajaba
los parejos edificios (bloques siameses que la industria planifica y ejecuta; colmenas
civilizadas). Su estela era visible en plena noche, a muchos kilómetros de
distancia. Con el fragor llegó el incendio, y con el incendio, la lluvia
radiactiva.
Por
espacio de diez días, no dejó de lloviznar toxicidad.
Las
huellas del uranio comenzaron a tatuarse para siempre en la región; royendo
corazones y viviendas, los bosques infectados por la zarpa venenosa de aquel
polvo destructivo.
Millares
de instantáneas. Imágenes silentes del percance y sus estragos. Secuelas que
ahora gritan en silencio congelado. Chatarra, olvido y muertos.
Treinta y seis horas después de que
la losa del reactor saltara por los aires, empezó el gran éxodo. Rápido,
definitivo. La ciudad quedó vacía de sus gentes. Huérfana de sueños. Desalojada
en tiempo récord. Abandonada a su suerte…
Todo se
hizo con extrema rapidez. Las explicaciones vendrían mucho más tarde, baldías y
estériles. Error humano, y basta. Enseguida las portadas y programas infinitos,
las audiencias disparadas, el morbo de un dolor que es siempre ajeno. Escenas impactantes,
como en una película de terror. Quimeras pasajeras e ilusorias: apagas la tele
o sales del cine y nada pasa, la vida sigue, el mundo no varía. Nada es verdad
hasta que sufres en tus carnes aquel mal que habita fuera, en seres como tú.
Con los
años, los árboles mutantes recuperan lo que es suyo.
Geológicamente,
todo vuelve a su principio, sin humanos y sin señas del progreso. Callado
frenesí de los gusanos. Polvo al polvo.
Aún
existen. La Tierra alberga sitios donde el hombre es un proscrito de sí mismo.
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