“La vida no es un
ensayo, aunque tratemos muchas cosas; no es un cuento, aunque inventemos muchas
cosas; no es un poema, aunque soñemos muchas cosas. El ensayo del cuento del
poema de la vida es un movimiento perpetuo; eso es, un movimiento perpetuo.”
Augusto Monterroso.
Los
focos deslumbran la escena al abrirse el telón.
Estoy
ahí, pero el golpe de efecto de mi disfraz de demonio se desmorona porque no lo
encuentro por ninguna parte ni suena la melodía que ameniza mi entrada y quedo ridícula,
desnuda en el centro del escenario. Bailo con el silencio, aburriendo a mi público.
Son burgueses de bigotes prusianos y prominentes estómagos, que se ausentan mentalmente
entre bostezos. Es terrible leer sus
pensamientos, replicando palabras obscenas, en una cadena sin fin. Están
cabreados porque no les entretengo y ni siquiera les excito; entre tanto chasco
terminan por echar de menos a sus esposas y las llaman usando teléfonos de
baquelita que encuentran sobre mesillas redondas; los artilugios de hablar con
las familias siempre están ahí, activos para que los clientes del garito puedan
suplicar que vengan a salvarlos.
Las
mujeres llegan en tropel; despeinadas como si hubieran acampado en el hall del
night club durante años. La última en entrar olvida cerrar las cortinas de
terciopelo raido y deja que una invitada inoportuna se cuele en la sala; Luz de
sol es cruel y trae un espejo, profusamente decorado en oro, que me enfrenta a
mi propio reflejo; tan vieja y tan desnuda como estoy.
En
el atiborrado patio de butacas las recién llegadas se sientan con sus parejas y
abren las cestas de picnic que siempre llevan a cuestas. Una mujer bendice su pan y otra hace un mohín por
el sabor mediocre de una salsa pero a los hombres nada de eso les importa; engullen
pulcras cuñas de tortilla de patatas y hacen oídos sordos si ellas cuchichean a
sus espaldas.
Las
esposas repiten frases triviales en una eternidad tan estrecha que me provoca
arcadas; vomito los restos de mi ira en forma de lava selectiva que las abrasa hasta
convertirlas en estatuas de ceniza.
Ellos
no se inmutan; prosiguen degustando licores y como me olvidaron al llegar ellas,
las olvidan a ellas al llegar el turno
de las copas.
Pero
la mirada de un hombre persiste sobre mí: el que nos paga por trabajar aquí pulsa
el botón de la música y apaga focos para observarme a oscuras desde su palco. Los
espectadores no le ven tomando decisiones, pero yo sé que es él quien enciende
las luminarias antes de tiempo o quien las apaga al poner la música para convertir
las escenas en esperpentos. Quiere que sufra y sufre al desearme; lo sé porque su
nariz está roja y se hincha brillando como un globo que revienta y me rocía con
babas asquerosas. Los labios de su rostro contrahecho siguen a la nariz, y
parecen palomitas de azúcar rojo a punto de estallar en una sartén.
Después
vendrán sus manos y si permanezco en escena lo suficiente llegará el turno a su
pene.
Pero
hoy hace algo distinto y me lanza el disfraz de demonio que suelo vestir en
escena y también uno de ángel dorado, que nunca antes había visto. Me ordena
que elija y me lo ponga. Siento que quiero ser un ángel por esta noche y cuando
lo rozo se desvanece como humo bajo mis dedos.
Corro
desesperada hacia el patio de butacas, porque no sabía que odiaba el disfraz de
Lucifer, pero él pulsa el botón y quedo atrapada en el centro de un telón de
cristal; fundida cómo un mosquito atrapado en la gota de ámbar.
El
público aplaude entusiasmado; tanto ruido hacen que quisiera tapar los oídos de
la mujer prendida, para que no me duelan.
***
El
despertador suena, interrumpiendo el sueño que últimamente me acompaña insistente
entre las sabanas. Hoy no me levanto y no me aseo; tampoco desayuno aprisa, para
desafiar la luna encendida y vencer a la hora punta.
Este
amanecer es diferente; tomo el ordenador, inmutable compañero insomne de cama,
y escribo:
“Queridos todos:
He pasado media vida con vosotros en esta empresa. Habéis
sido parte importante de mí, en realidad lo erais todo para mí.
Pero hoy finaliza el trayecto.
Soy libre de ser libre y doy por terminado el acto,
sin pasar por caja.
El mosquito escapó del frasco.
Fdo. Elena
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