“Puede mi infierno ser
mucho más feliz que tu cielo…”
Teresa y Rubén se conocieron en la
Universidad. Se enamoraron desde el primer momento y tras licenciarse, se
casaron dispuestos a formar una gran familia. Decidieron que Teresa se dedicara
a la familia pues Rubén tenía un buen trabajo y así fueron llegando Tizziana,
Rebeca, Martina y la pequeña Papú.
Rubén era ingeniero aeronáutico y
viajaba mucho pero trataba de pasar el mayor tiempo posible con su adorada
esposa y con sus chiquitas, que eran despiertas, dulces, adorables, como
Teresa.
Cuando nació Papú a Rubén le dieron
un puesto fijo en la central de su empresa, ya cesarían los viajes, y se
dedicaría a formar a nuevos ingenieros; fue entonces cuando tomaron otra
importante decisión: irse a vivir al campo. Entendían que la calidad de vida de
su pequeño universo resultaría mejor en un paraje pintoresco, donde pasear,
cuidar de un jardín, sentir la brisa fresca en verano y el olor a tierra mojada
en invierno.
Felices, Teresa y Rubén se lanzaron a
la búsqueda de esa casa maravillosa donde ver crecer a sus hijas y envejecer
juntos. Y la encontraron… Una preciosa casa colonial, con mucho estilo, con
esos recovecos tan usuales en este tipo de casas y, sin más, la compraron
porque había espacio suficiente para las niñas y porque la casa tenía dos
lugares perfectos para la biblioteca de Rubén y para el cuarto de la costura de
Teresa. La gentil Teresa tenía los dedos más habilidosos del mundo; igual hacía
un rico pastel que bordaba los almohadones con las iníciales de cada uno. Le
gustaba coser, hacer ella misma lindos vestidos a sus pequeñas, disfraces para
momentos especiales, bolsitas donde guardar hierbas aromáticas para ambientar
los armarios o manteles de Navidad con mucho colorido. Nada le gustaba más que
recluirse en un rincón y, en sus ratos libres, coser y bordar.
La casa nueva tenía una habitación
perfecta para ello, con una inmensa ventana que daba al jardín y desde donde se
hubiera visto la casa vecina pero un hermoso y enorme abedul creaba la
intimidad necesaria para ver sin ser vista.
Así que se apresuraron a empaquetar
todas las cosas. Teresa era, sin duda, la más feliz de todos. Las niñas también
pero sabía que Rubén había hecho realidad su sueño, vivir en una casona con
historia, en un paraje encantador y no necesariamente aislados, otras bellas
casas daban un toque de color aquí y allá al pintoresco paisaje.
No fue difícil la mudanza, pues
cuando los cambios se aceptan con ilusión, se hace todo mucho más fácil.
Teresa encontró en seguida su lugar
en la casa y, sentada en la máquina de coser o reclinada junto a la ventana
pasaba las horas que las niñas no la necesitaban o Rubén no estaba.
Circunstancia ésta que cada vez era más frecuente, pues el trabajo le absorbía mucho tiempo y
prefería comer y pasar el día en la ciudad y luego volver en la noche.
Escuchar el sonido de las hojas del
abedul le producía una increíble relajación. Mientras que las perfectas
puntadas convertían un trozo de organza en un camisón para Tizziana, su
pensamiento volaba, junto al ventanal, y meditaba sobre todas y cada una de las
cosas de la vida. Se consideraba una mujer muy feliz y satisfecha. Tenía un
esposo encantador y divertido y cuatro hijas hermosas como el sol, que
prometían ser su orgullo, pues cada una de ellas tenía un talento especial para
algo.
Se preguntaba muchas veces cómo había
podido vivir sin ese maravilloso abedul, que le susurraba en los momentos de
soledad, una maravillosa música que le hacía sonreír. Su murmullo la acompañaba
de la mañana a la noche, pues lo primero que hacía al levantarse era abrir
aquella ventana y que el canto de su árbol inundara las estancias.
Luego, por la noche, cuando todos
habían cenado y aún no era demasiado tarde, madre e hijas se unían para
aprender las niñas de la madre a coser y bordar hojas de abedul en sus ropas.
Tizziana, Rebeca, Martina y la singular Papú, que sin saber nadie cómo, nació
con el cabello ensortijado y pelirrojo y unos enormes y tiernos ojos azules,
amaban a su madre incondicionalmente y habían convertido las noches, esos
instantes, en la mayor de sus diversiones.
Entre bastidores rodeaban a su madre
y aprovechaban mientras las hojas de abedul cobraban todas las tonalidades
desde el verde esmeralda al más pastel en sus telas, para contarse sus cosas,
para reír de cada relato, para escuchar el bamboleo de las hojas del abedul y
dejar que la suave brisa se colase en la habitación.
Papú era todavía muy pequeña y sus
deditos se pinchaban a cada momento, por lo que abandonaba su bastidor y
contemplaba los hermosos motivos de su hermana mayor.
Teresa se repetía interiormente que
no se podía desear mayor felicidad que ese hermosísimo cuadro que formaban sus
niñas. Y daba gracias a Dios por haberle regalado una vida tan serena, tan
llena de amor.
Una mañana, Teresa, que para nada era
madrugadora, más bien noctámbula, fue despertada por el atronador sonido de una
sierra eléctrica. Corrió al cuarto de la costura, abrió la ventana y contempló
con horror que estaban cortando su amado abedul. ¿Por qué? Se preguntaba… Tal
vez porque sus raíces fuertes habían invadido la casa contigua, tal vez porque
sus dueños ya no lo querían y decidieron talarlo, necios que no saben que un
árbol no es propiedad de nadie. Tal vez porque no lo reverenciaban como ella y
se había convertido en un estorbo. Trató de comenzar sus tareas diarias pero a
cada segundo corría hacia la ventana del abedul y veía con tristeza como caían
sus hojas, sus ramas, su hermoso y enorme tronco.
Llevó a las niñas a la escuela y
decidió acompañar en su último aliento de vida a aquel arbolito que tantos buenos
ratos le había proporcionado. Se preparó una deliciosa infusión, encendió una
vela y se sentó en el alféizar de la ventana mientras sus lágrimas caían al
tiempo que las ramas del abedul iban formando un cúmulo cada vez más grande.
Al tiempo que la frondosa copa caía
Teresa iba atisbando la casa de la finca de al lado. Nunca la había visto por
ese flanco y parecía que las ventanas que abrían hacia el jardín eran también
las habitaciones de los vecinos. Había llamado varias veces a Rubén a su oficina
pero le habían dicho que había salido. Mientras iba sorbiendo el té de canela y
miel se sorprendió al ver que tras las ventanas se dibujaban siluetas, tal vez
alguien, como ella, observaba la tala del hermoso ejemplar.
Poco a poco las siluetas fueron cobrando
forma. Eran un hombre y una mujer abrazados; jamás se había encontrado con
alguien de aquella casa pero el hombre le resultaba extrañamente familiar. La
tala se realizaba con rapidez, dos robustos madereros se daban mucha prisa y ya
quedaba poco para terminar la vida del pobre abedul.
Fue por eso que Teresa detuvo la
mirada en la ventana de en frente, la pareja se besaba ajena a lo que ocurría
en el exterior, cuando descubrió aterrada que aquél hombre era Rubén, su Rubén,
con su traje tan bien planchado, con su estilo impecable, abrazando a aquella
mujer.
¡No podía ser!¡Su matrimonio era
feliz y casi perfecto! Ahora sí su llanto era descontrolado, su corazón latía
vertiginosamente y la taza se había hecho añicos en el suelo de madera. ¿Cómo
había sido capaz? ¿Desde cuándo duraba esa situación? Tal vez le había sido
infiel toda la vida…
Se reclinó en la butaca, abatida,
destrozada, ¡qué cobarde! Ni siquiera por todo el amor que ella le había dado
era capaz de decirle la verdad; y había esperado que desapareciera el telón de
hojas frondosas para no tener que dar explicaciones.
Amado abedul, “cuánta paz me has
dado, cómo has sabido ocultar algo tan terrible y protegerme del dolor, ahora
eres tú también quien me dice la verdad”.
Trató de tranquilizarse, de pensar
con serenidad, ella era feliz allí, sus hijas habían llegado casi a la
adolescencia arrulladas por las hojas del abedul, en las tardes de viento, en
las noches de costura. Se apresuró a ir a recogerlas y cuando ya estaban todas
en casa, echó todos los cerrojos y les dijo que, a partir de ese momento,
vivirían solas. Ocho pares de ojos suplicantes la miraban sin saber. “Vuestro
padre tiene otra esposa, podréis verlo cuando queráis, no os lo voy a impedir,
sólo quiero que seáis felices”. Las cuatro se miraron y sin decir nada
abrazaron a su madre, la que les cantaba para dormir, la que les bordaba con
esmero sus uniformes, la que siempre estaba ahí, sonriente, para curar una
herida, para hacerles una tarta, para contarles una bella historia. No dudaban
de su amor.
-
“Hijas,
por desgracia no llegasteis a conocer a mi padre, vuestro abuelo; él solía
decir que teníamos que ser cómo los árboles, a pesar de todo, son el único ser
vivo que muere de pie”, “vamos, os haré galletas”.
Y así, las cinco mujeres de la casa,
se dirigieron a la cocina prometiendo, silenciosamente, permanecer siempre
juntas.
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