No soy un ojal, un impulso del viento donde las calles
se hacen lánguidas, soporíferas.
Me muevo al amparo de las pisadas en los asfaltos.
En los bulevares, en los jardines, en anhelo, en una flor
que
está guiñándome un ojo en cada milímetro del torso. Los
paréntesis dejaron de dominar el verso de las escaleras,
se convierten en puro rocío en las mañanas.
Una mano o dos, o veinte.
Trepando por el angosto mar de los árboles,
acariciando la savia que esgrime rozaduras entre el tronco
de una salvaje vereda.
Y el puntero exime huellas
entre matorrales,
como el olivo que ejerce la fuerza en su tallo
moviendo al viento al son de sus alas.
Todo se vuelve
tierra.
Se vuelve al unísono de una marea equivalente
a los miedos. A las
dudas, a las variables que ejercen
la fuerza, en los dedos,
y una mano, como en los ramajes
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