Pintura de Martina Vanda |
Me pasó en un día, como en tantos otros.
Es la
primera vez que hablo de esto y no es por vergüenza, sino por miedo a que me
tomen por un loco.
Decía mi
paisano, García Lorca, que cuando era niño escuchaba a la naturaleza y le
hablaba a las cosas por su nombre esperando una respuesta; que cuando andaba
por los caminos y campos de la frondosa vega de Granada, encontraba a su paso
toda una amalgama de vidas, tanto animal, como vegetal, que le parecía le
devolvían el saludo a su paso.
Amiga: a
mí creo que me pasa lo mismo cuando ando solo por el campo; creo que escucho a
la naturaleza a mi paso y como me han educado a la antigua en que siempre se
para uno a saludar: yo la saludo..., y ella me saluda a mi paso. Pero tengo que
decir que para poder escucharla, es necesario ir andando muy despacio.
Me
explico:
Hace poco
que andaba por la vega de mi pueblo como en tantas otras ocasiones y me puse a
escuchar los sonidos del campo. No cabe duda de que estaba influenciado —y
estoy— por la creencia de que la naturaleza habla... ¡Pero es qué la
escuchaba...!
Era el
segundo día de marzo y los almendros hacían que sus flores blancas y rosadas
parecieran legión de pequeños nublos descansando sobre la tierra. Esta tierra
es muy fría en invierno y tal vez por eso le cuesta desperezarse, de la misma
que los sonidos parece que están durmiendo como lo hace la sabia, o las
cigarras, esperando el buen tiempo, pero como bien sabes, amiga, la vega nunca
está en silencio...
Escuchaba
a los pajarillos piar al día que no era de duro invierno, sino de un plácido
día de sol que más bien parecía de primavera. También escuchaba el suave
susurro de las brisas llamando a no sé qué... ¡Pero llamando!
Y me puse
a escuchar lo me que decía el campo...
Desvié
mis orejas como si fuesen antenas a unos grandes chopos que estaban pelados,
pero con sus ramas muy despiertas a pesar de ser invierno... Y las escuché
llamarme.
Me decían
cosas que al principio no entendía, pero que en cuanto puse más atención,
empecé a entenderlo... Me preguntaban como lo haría un viejo que conoces desde
tu infancia, por muchas cosas: por mi nombre, ¿si me acordaba de ellos cuando
hace más de medio siglo y eran tan jóvenes como era yo mismo, los vi balancearse al viento hasta
casi besar el suelo?
También
me preguntaban, si todavía recordaba cuando pasaba por su lado raudo con la
bicicleta familiar —que ya era un lujo tener una bicicleta, aunque fuera para
toda la familia— y que pasaba gritando a las inclemencias del tiempo con los
pies arañados por brozas y ramas... Que me
veían pasar surcando los vientos tal como lo haría un bajel, tan nuevo
que, a la más mínima brisa, es empujado suave a no se sabe dónde... Me
preguntaban, si me había dado cuenta de
lo que ellos habían crecido y de lo que yo estaba menguando; si no añoraba el
tiempo en que cigarras, jilgueros, abubillas, colorines y torcaces, miraban de
reojo al cielo por si grandes aves de rapiña escudriñaban los bancales,
acequias y olivos, para buscarse el sustento...
Les
respondí que sí. Que claro que recuerdo aquel tiempo tan igual y a la vez tan
diferente.
Pero que
las cosas han cambiado... Creo.
Que ahora
sólo en primavera explosiona todo el sonido de la vega, que ahora ya no hay
trigales, casi frutales y tantas otras cosas.... Que ahora, y a pesar de ser
por miles tan verdes y preciosos, solos están los olivos haciendo compañía al
campo; que la vega ya no es vega, que las acequias se están secando y la gente
nada más canta un poco en los días de aceituna...
Y
respondió un olivo:
«¡¿Qué me
vas a decir...?! Ya casi nadie para a nuestra
sombra... Sólo lo hace de vez en cuando algún viejo que pierde su vista
mirando al Cerro y que, apoyándose sobre la tierra que tengo a mis raíces, como
cansado, se pone a pensar en no sé qué cosas... Ya no se sientan las parejas en
los ribazos a contarse sus secretos... Ahora no pasan andando; pasan de largo
montados en sus rápidos aparatos a los que llaman coches... Ni tan siquiera
pasan montados en sus caballerías como antes... »
«¡Cómo
cambian las cosas a través de los siglos…!»
Luego, se
animó ese olivo y siguió en voz alta recordando cosas que yo no había visto, o
que ya había olvidado: a otros que pasaron antes, a los padres de mis padres y
a los míos también.... A gente que echan en falta porque pasaron por esta
tierra cuidándolos..., y a otros que no, porque de ellos sólo hacían leña.
Sin saber
que contestarles, con gran añoranza de otros tiempos, me dio un poco de pena la
conversación del olivo, pero más, la de un inmenso chopo y, más aún, sabiendo
que un vecino me había contado que, a la menor oportunidad, lo cortarían de
cuajo de la acequia porque daba sombra a
los otros árboles.
Y
entonces me dijo uno de los chopos:
«Sé lo
que estás pensando… Sé que el día menos pensado
me cortarán de raíz porque yo no doy frutos... Pero es que sólo me han
enseñado a mirar al cielo y a crecer muy alto. Sólo sé dar cobijo a los nidos y
silbar al viento, sobre todo, cuando estoy lleno de hojas que flotan a las
brisas... No me enseñaron a dar fruto
alguno.... Y yo, ya soy muy viejo para
aprender cosas nuevas»
Les dije que no se preocuparan; que siempre
habrá un niño que se suba a sus ramas, un nido con algarabía en primavera
esperando a saber volar, o un anciano apoyado a su tronco recordando cuando sus
pies trepaban a las copas como los de un gato... Y me pareció escucharles unos
suspiros de alivio... Creo.
Entonces, creo que se alegraron y empezaron todos a silbar al viento,
mientras los pajarillos cantaban al ritmo de los silbidos como la mejor y más
armoniosa de las orquestas...
Luego,
cuando ya me iba, me pareció también escucharles decir:
«¿Volverás…?» «¿Volveremos a hablar...? » «¡Nadie nos habla…!»
Y al
chopo decirles:
«Veis…,
aunque yo no doy frutos, doy ritmo a los vientos, refugio a los nidos y paz al
campesino...!» Entonces me pareció escuchar las risas de otro árbol a las
palabras del chopo que venían de un olivo centenario acostumbrado a escuchar todo tipo de conversaciones.
«¡Todos
somos necesarios! —le decía el viejo olivo, que es tan sabio por ser tan
viejo—, unos damos frutos de invierno, otros de verano..., y tú, chopo, das lo
que tienes, como cada cual »
Me puse a
mirar lo primero que vieron mis ojos cuando se abrieron a la vida y observé que
allí apenas faltaba algo, pero sí alguien; ¡muchos…! Seguí andando por las
veredas que ahora son carriles, pasé por albercas que ya no están o que duermen
su eterno sueño convertidas en escombros y lugares de zarzales, y me vi en
ellas desnudo gritando al viento, remojando la fruta robada, o navegando por
unos palmos de agua cristalina que entonces eran océanos. Como en un sueño…
Pero desperté y estaba solo.
Luego,
después de andar lentamente entre ellos y de seguir el murmullo de una acequia
que me conoce desde niño durante largo trecho, cuando llegué a uno de aquellos
árboles que mis manos plantaron cuando apenas tenían fuerza, lo miré y pensé en
aquél día en que mi padre me enseñó a plantar... ¡Cómo mis manos crearon algo
tan hermoso y necesario....! Y creo que, al ver mi cara, tal vez ese árbol me
reconoció y sus ramas intentaron tocarme el hombro, pero ya estaban viejas y no
podían agacharse tanto. Entonces, para
ayudarle y a pesar de que a mí ya me cuesta trepar, me subí a su tronco
y acaricié sus cimbreantes ramas que intentaban mostrarme el cielo... Y con una
voz muy baja, me dio las gracias por regarlo, podarlo y darle abono a sus
raíces.... Susurrando a mis orejas...
Creo.
Creo que
perdí por momentos la razón, pues a los susurros de la vega se unieron unas
voces que hace ya muchos años no están por aquí y que llegaban a mis oídos tan
cercanas que pensé estar en otro tiempo. Cerré los ojos y no quería abrirlos,
pues pensaba que al abrirlos desaparecería todo lo que oía y veía con ellos
cerrados.
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