Dibujé un árbol seráfico
justo antes de verme bosque,
quise adivinar si en lo divino podía atesorar
–templo de hojas de libro que apresan–
las hojas desprendidas de mi olvido,
de un otoño tan presente como perdido,
tan hoy como nunca,
o como ayer o siempre.
Nunca, ya nunca,
nadie sabrá mi respuesta,
yo mismo jamás sabré si tuve respuesta,
era viento de otoño el que soplaba
–y eso que el invierno pugnaba
por sobrevivir a la primavera–,
era viento que se llevó la respuesta
mientras alborotaba mustias hojas muertas.
Me hice bosque sin serlo
y dejé hundidas mis raíces
junto a las raíces de tantos y tantos,
que ya nada podría devolvernos individuos:
una sola visión, una única,
y un todo definido paisaje.
Ni busco ni encuentro salida,
vivo rígido, clavado, inerte,
esperando claudicado y sin espera,
formo contigo, a través de la tierra,
parte del mismo proyecto,
comparto forzado el único proyecto,
siempre fuimos el último proyecto.
No nos encontraremos,
pero perviviremos juntos, reunidos,
amarrados por ocultos veneros telúricos,
aunque si quieres conocer mi bosque,
si quieres conocer el bosque,
antes que las raíces anclen tu movimiento,
busca el árbol a la entrada,
sí, aquél que quedó dibujado en mi mente,
arrástralo a tus sentimientos
y los conocimientos brotarán en paraíso,
y comprenderás que siempre fue dentro de ti
el mal llamado árbol de la ciencia del bien y del mal.
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