Érase una vez un rey muy poderoso. El monarca, de nombre
Orestes, gobernaba sobre el Reino de Artemisa hacía dos lustros, tras la muerte
de su padre, el juicioso Agamenón. De todos es sabida la querencia que la reina
Clitemestra —madre de Orestes—, tenía hacia los bosques de esa tierra bendecida
por los dioses. Cuentan las crónicas de Gea cómo, a la muerte de su esposa, el
viejo soberano hizo erigir, en torno al gran palacio, unos jardines sin igual
en los confines de Artemisa.
Acudieron de los puntos más lejanos los mejores
jardineros. Jornadas y jornadas se afanaron cientos de hombres cultivando,
abonando, podando, siempre a las órdenes del rey Agamenón. De tal suerte, en
pocos años conformaron un espléndido vergel. A base de atenciones y cuidados
permanentes, millares de especies alcanzaron un tamaño sorprendente. Tan
benéfico era el clima, tan rico el suelo, tan abundantes las aguas, que todas
las especies arbustivas convivieron sin disputa. El palacio quedó envuelto por
las copas de frondosos ejemplares que incensaban las estancias con fragancias exquisitas.
De aquel nutrido grupo de floricultores, un hombre atrajo
la atención del soberano. Se trababa de Egisto, jardinero apasionado, menudo y
poco dado a hablar con sus congéneres, no así con cada uno de los árboles y
plantas que cuidaba con un celo afectuoso, con el mimo de una madre hacia sus
crías.
Pasó el tiempo. Orestes subió al trono. Sabedor del
afecto que su padre sentía hacia Egisto, lo nombró jardinero real. Éste acogió la
decisión con humildad agradecida, y consagró sus días al esplendor de los
jardines palaciegos.
Al transcurrir de las lunas, en un lugar privilegiado,
frente a la alcoba más lujosa de Orestes, brotaron dos acebos. En un principio
el rey se mostró muy complacido, pues los frutos de esos árboles eran de su especial
predilección.
Egisto, buen conocedor del mundo arbóreo, enseguida se
dio cuenta de que, acaso por error, aquellos ejemplares eran machos, lo cual
hacía imposible que acabaran dando fruto. Asomado a la terraza, Orestes oteaba
cada día los acebos, aguardando deleitarse con las drupas redondeadas.
–¿En qué octubre veré frutos, jardinero?
—Paciencia, majestad —decía azorado Egisto, buscando
ganar tiempo, sin saber cómo abordar tamaño enredo.
Una mañana de mayo, el jardinero fue testigo de un
fenómeno asombroso. Con ojos de pasmo, sorprendió a los dos acebos con las
ramas enlazadas, besándose cada una de las hojas pinchudas, unidas como labios
de amantes. «¡Jamás vi nada igual! ¡Se quieren! ¡Desean tener frutos, aunque
saben que no pueden engendrarlos!». Emocionado, el jardinero corrió en busca de
su rey, dispuesto a relatar el milagro presenciado.
Pero Orestes no era como su padre. Su corazón era más turbio.
Más fiero e iracundo. Desconfiado, empezó a sospechar de Egisto. Y así, ordenó
a otro jardinero vigilar el crecimiento de sus árboles, en especial los dos
acebos infértiles.
Antes de que Egisto se adentrara en el palacio, Orestes
ya sabía lo sucedido. Su cólera fue inmensa.
—¿Cómo has permitido semejante aberración?
—Mi señor, cierto que no pueden darle frutos, mas, no hay
nada malo en ello…
—¡Me mentiste! ¡Dijiste que tuviera paciencia!
—Majestad, ¿acaso no os complace el verde plata de sus
hojas?
De pronto, el tono de Orestes se hizo áspero, hiriente.
—Egisto, por los años de servicio no te envío a las
mazmorras. Te concedo la libertad a cambio de que cortes esos hijos desviados y
los apartes de mi vista cuanto antes.
El jardinero palideció. Nada podía herirlo más. Jamás
cortó un árbol en su vida, y ahora….
—No puedo hacerlo, majestad —musitó con un hilillo de
voz.
Los ojos del monarca chispearon de crueldad.
—Sea pues, jardinero. Tu suerte está echada.
Las crónicas de Gea se refieren a aquel día luctuoso como
el más triste del Reino. Ante los ojos de la Corte, el rey mandó al verdugo,
primero talar los acebos, y ante el espanto y las lágrimas de Egisto, pasarle a
cuchillo frente a los troncos cercenados, ligados en la muerte para siempre.
Con los años, en aquel mismo lugar brotó un árbol que
ningún hombre de ciencia supo identificar. Una nueva especie cuyos frutos,
escogidos y saboreados por algunos cortesanos, captaron de inmediato el interés
del rey.
Orestes descendió la escalinata y se admiró ante la
belleza inusitada de aquel árbol exótico, sin parangón en toda Gea. Cientos de
frutos, drupas de un rojo amapola, pendían de sus ramas atestadas, exhalando un
aroma embriagador. En su ciego recelo, el monarca aguardó a que otros probaran
las bayas, no fueran mortales. Por los súbditos supo del sabor maravilloso de
su pulpa. De sus muchas propiedades para el cuerpo y para el alma.
Llegó el momento de probarlas. Escogió el rey la drupa
más jugosa, la más perfecta en apariencia. Al punto, su paladar se vio inundado
por un gusto delicioso y perfumado…
…gusto que se fue tornando acíbar, amargo.
El rey se desplomó a los pies del árbol venenoso al
corazón de los crueles.
Desde entonces, en el Reino de Artemisa se rinde culto al
Árbol de Amor, el más sagrado.
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