PARTE
I
Mientras intentaba
avanzar, a golpe de vara, por aquella espesura selvática, embadurnado hasta las
cejas de aquel ungüento apestoso que, supuestamente, ahuyentaba a los mosquitos
y evitaba su picadura punzante, el Dr. Jonás no dejaba de preguntarse cómo se
había embarcado en aventura semejante, un hombre como él, consumado chupatintas
de una farmacéutica, con su horario de trabajo, su secretaria y sus reuniones
programadas en despachos perfectamente climatizados.
Se había dejado
convencer porque necesitaba unas vacaciones de sí mismo, y también de la
situación familiar que le impedía levantarse cada mañana sin sentirse un
traidor. Aquella aventura con la becaria había hecho pedazos quince años de
matrimonio, y, a pesar de todo, mantenía la convivencia con su mujer, por el
bien de su hija, todo sea dicho, pero la frialdad se había instalado en los
corazones de ambos, y las conversaciones diarias se convirtieron en una suerte
de banalidades, lo imprescindible para hacer el día llevadero y no lanzarse reproches
a diario.
Un
gusano horadando la tierra, eso parecía la expedición que se habría paso por la
foresta. Plantas a la derecha, a la izquierda y aún sobre ellos, que amenazaban
con cerrar el camino a sus espaldas según avanzaban, borrar la huella clorofílica
que iban dejando atrás e impedirles volver por el mismo camino, con tal de
evitar que los secretos que la selva guardaba fueran compartidos con el resto
de los mortales.
Recién
estrenada la primavera, el vergel aparecía ante ellos en su máxima expresión, y
los sonidos les volvían literalmente locos. Aullidos, graznidos y todo suerte
de ruidos guturales les envolvían por todo el camino, exprimiéndoles el alma a
cada paso pues no sabían qué podrían encontrarse ante sí en el próximo golpe de
vara. Los tres indígenas que le acompañaban, minúsculos y fibrosos, apenas
pronunciaban palabra entre ellos. El mayor, Yani, con la cara arrugada y
revenida por el sol y los años, difícil de averiguar su edad, hablaba algo su
idioma porque tiempo atrás trabajó en la explotación maderera junto al río.
―
Estamos cerca ― dijo señalando con el palo hacia el norte.
De
repente, pareció como si esas palabras hubiesen hecho una brecha en el tiempo,
y los ruidos se calmaron, engullidos por un estremecedor estruendo, que iba in
crescendo a cada paso que daban. Los grandes árboles fueron quedando atrás,
y la alta maleza dejó al descubierto un cielo azul como nunca antes había
visto. Una nube pareció moverse en dirección contraria a lo que sería normal,
ascendiendo y descendiendo lentamente, al tiempo que un arco iris colosal
cruzaba ante sus ojos. Por fin se dio cuenta de que habían llegado.
La
catarata no era demasiado alta, pero el choque de la lengua de agua contra las
rocas aturdía por su fuerza descomunal. Miríadas de gotas de agua deshacían su
camino de caída y volvían a subir en vuelo espumoso e incontrolado, creando un
espectáculo inusitado. Y allí, destacando entre los bordes pétreos de la
cascada, abrazado al precipicio, en un ejercicio de equilibrio sin precedentes,
se encontraba lo que habían venido a buscar, sus raíces hundidas en el rocaje
durante centurias, sosteniendo el tronco yacente sobre el abismo, como las
palmeras se asoman al océano de tal suerte que su fruto caiga al agua y pueda
esparcirse, asegurándose así la supervivencia de la especie.
Y
el fruto, precisamente, era la razón, única y exclusiva, que había movido a la
Corporación a enviarle a este apartado lugar del planeta.
Nunca
antes un extraño había accedido al conocimiento del secreto más íntimo de la
tribu, y la única forma de hacerlo era “pertenecer” a la misma, ser un miembro
más, de pleno derecho, por lo cual tendría que convivir y compartir los
recursos comunes hasta el fin de sus días. Por supuesto, ni por lo más remoto,
esa idea había pasado por la cabeza de Jonás. El sólo quería tener éxito donde
otros fracasaron, regresar a la civilización, tener el reconocimiento de su
empresa y rehacer su vida, volver con su mujer si ella le perdonaba, abrazar a
su hija. Pero aceptó que le perforasen ambas orejas para lucir el distintivo,
una pluma de papagayo azul, y de mala gana también vistió el escueto
taparrabos. El ritual se completó cuando el anciano jefe, pinchó el pulgar de
la mano derecha de todos y cada uno de los miembros de la tribu, así como el
del propio Jonás, que de igual forma, uno a uno, unió su mano con sus, a partir
de ese momento, “hermanos de por vida”. No había marcha atrás.
Los
días siguientes fueron de descubrimiento para Jonás. Aprendió que la selva
puede ser peligrosa, pero que si la tratas con respeto, te da todo lo que
necesitas para vivir. Se integró en la cabaña que habitaban Yani y su
familia, y con el paso de los días, se
dio cuenta de que damos demasiada importancia a lo material. Aquellos seres
eran felices en su miseria, eran ricos en experiencias, en vida plena, en
armonía.
Era
el momento de la recolecta y el desafío se tornaba inimaginable para Jonás.
¿Cómo aquellos hombrecitos serían capaces de vencer al vacío y arrancar de las
ramas tan preciados frutos?. Y más teniendo en cuenta que donde el tronco se
bifurcaba en dos, a más de cinco metros de distancia de su base, un tapiz de
gruesas hojas dentadas, tan duras y afiladas como sierras, impedían coronar la
copa o acceder a ramas adyacentes. La única solución era vencer la gravedad y
ascender por lianas que lanzaban atadas a piedras, y que confiaban que se
sujetaran con la suficiente fuerza a las ramas más altas, de forma que el otro
extremo lo fijaban a la base del árbol. A pulso, con el palo sujeto a un brazo
y una especie de cesta hecha con hojas atada a la espalda, ascendían por la
catenaria tendida, en un ángulo de vértigo, y a base de certeros golpes de vara
trataban de recopilar los frutos en el improvisado canasto.
Sin
duda, este ritual se había repetido durante generaciones, pues cualquier otro
mortal, en su sano juicio, ni siquiera hubiese intentado semejante proeza,
cualquiera que hubiese sido el valor de lo cosechado. Mientras Yani daba las
instrucciones, los otros dos indígenas se fueron turnando en varias ocasiones
en su arriesgado ejercicio acrobático, hasta que consideraron que habían
conseguido el número suficiente de frutos. Curiosamente, a pesar de la
dificultad que entrañaba, apenas una
pequeña cantidad cayó al vacío, siendo engullidos por el remolino de agua en la
base de la cascada.
PARTE
II
1.
Antecedentes
Décadas
atrás, el afamado antropólogo Maximilian Schnell, a la búsqueda de pueblos
perdidos en el corazón de la Amazonía, descubrió el pueblo Chirikaya asentado
junto a uno de los afluentes. No serían más de 70 individuos, de pequeña talla
y cuerpo más bien enjuto. Los cuadernos de viaje recogieron sus costumbres,
folklore y dieta, pues, a pesar del inicial choque cultural, recibieron con
hospitalidad y alegría a tan osados visitantes.
Lo
que más llamó la atención a los investigadores era que estos minúsculos retazos
de etnias endogámicas parecían especialmente longevos. Era difícil precisar la
edad de los más ancianos del lugar, aunque mostraban un vigor y una fuerza
vital realmente envidiables. Su vida era sedentaria, recogiendo frutos y
cazando pequeños animales selváticos para su supervivencia, y pescando a la
orilla con sus afiladas lanzas, sin encontrarse vestigio alguno de cualquier
tipo de embarcación, por lo que cabía deducirse que habían permanecido en ese
pequeño reducto durante siglos.
Otra
característica que llamó su atención fue que cada “familia”, por llamarlo así,
porque cohabitaban en apenas una docena de cabañas hechas de madera y hojas,
sólo tenía un máximo de dos hijos, no se sabe si como medida de control de la
natalidad para evitar que una expansión demográfica les dejara sin recursos a
medio plazo, si como rito o promesa a sus “dioses”, que no eran otros que los
“espíritus de la selva”, los animales sagrados, sus depredadores naturales, que
de tanto en tanto tomaban a una indefensa presa que se bañaba en el río o
cazaba despreocupadamente. A pesar de estas
condiciones de vida, los miembros de la tribu eran aparentemente
felices, bromeaban constantemente y no parecían tener otras expectativas o
preocupaciones, a diferencia de los atribulados “hombres civilizados” que
poblaban el resto del planeta.
El
estudioso relató también su encuentro con aquel árbol al que tenían por deidad,
y cuyos frutos parecían tener propiedades mágicas.
Todos
estos descubrimientos apenas tuvieron eco en alguna revista especializada, de
ínfima tirada, y finalmente se perdieron en el recuerdo. No así el cuaderno con
las anotaciones, que fue adquirido en una subasta por un comprador anónimo.
Fue
años más tarde, en la expedición organizada por la doctora Cósima Agnelli,
cuando tuvieron un segundo contacto con la tribu y con la fruta maravillosa.
Los Chirikaya apenas cubrían sus vergüenzas con un mínimo taparrabos, pero lo
que siempre llevaban consigo, allá donde fueran, era una reseca semilla de uxipaiuí,
como le llamaban en su lengua, en cuya concavidad interior portaban una pequeña
cantidad de un material untoso, de color rojizo, que la doctora constató que
tenía efectos cicatrizantes, pero de acción tan inmediata y milagrosa que quedó
asombrada.
Cósima
documentó el proceso mediante el cual lo obtenían. Mondaban un pequeño fruto,
del tamaño de una mandarina, recubierto por un grueso exocarpo espinoso que se
cuidaban muy mucho de tocar con la mano desnuda, por lo que dedujo que podía
ser venenoso, y que sin duda ahuyentaría a pájaros temerarios tentados de
probar el manjar. El mesocarpo se extraía y machacaba en un rudimentario
almirez, mezclándose la pulpa con la savia de una planta autóctona, y el resultado
era un emplasto que usaban sobre las
heridas, incluso las más profundas, obteniendo una regeneración epitelial
asombrosa. Más aún, en las fiestas de la fertilidad, celebradas cada primavera,
cada miembro de la tribu consumía una importante cantidad de este particular
fruto, sirviendo la semilla, una vez resecada al sol, aplastada y molida, como
polvillo que era aspirado por hombres y mujeres, a modo de rapé, y que supuestamente dotaba de
vigor a ellos y de apetito sexual a ellas.
Por más que Cósima intentó granjearse
la suficiente confianza para que le fuera permitido conocer el origen del
fruto, no hubo forma. Pero donde ella fracasó, tuvo más suerte el doctor Jonás.
A cambio de una navaja, una sartén y un espejo, pudo convencer a Yani para que
intercediera ante el consejo de la tribu y le permitiesen acompañarle allí
donde habita “Lebenbaum”, como lo llamó Schnell.
2.
La propuesta
Desde
la cúspide de aquel inmenso farallón de cristal, acero y hormigón, todo parecía
pequeño, insignificante. Y seguramente esa sensación de superioridad, de estar
por encima de todo y de todos, era lo que impulsó a Norman Peabody, Consejero
Delegado de la Corporación Apotheka Supplies a soltar sin rubor alguno
aquella frase que más parecía una sentencia:
―Tiene
usted que volver a la selva, Jonás. Es imperativo.
Este
ultimátum le dejó desconcertado. Pensó que el jefazo le había citado en su
despacho, era la primera vez que lo hacía, para felicitarle por su trabajo
amazónico, en el que consiguió unas muestras de aquel fruto, jugándose
literalmente la vida si llega a ser descubierto. Eso ocurrió hacía casi un año,
pero nunca es tarde para una palmadita o un aumento de sueldo, que menos por su
arriesgada labor.
Peabody
dejó de observar los negros nubarrones que se asomaban en lontananza sobre los
edificios de la City londinense. Los mismos que Jonás adivinaba para su
futuro a corto plazo. Tras hacer contacto visual con aquellos penetrantes ojos
negros, el empleado sintió un estremecimiento general. Su mente estaba tan
abotargada que ni siquiera podía pensar en un solo argumento para evitar
embarcarse de nuevo en un viaje transoceánico.
―Verá,
Jonás. Quiero que entienda lo extremadamente vital que es para nuestra
Corporación tener éxito en esta misión. Tengo que agradecerle, muy
sinceramente, su labor en aquella primera expedición. Supongo que no resultaría
fácil convivir tan alejado de la civilización, de la comodidades, durante tanto
tiempo, expuesto a toda suerte de peligros, o a que su plan fuese descubierto por
esos salvajes. Tampoco es fácil encontrar empleados dispuestos a un sacrificio
semejante por su empresa, sí, pero también en beneficio de toda la humanidad―el
discurso empezó a parecerle grandilocuente.
El
directivo giró su monitor, en el que aparecían una serie de gráficos y cifras.
Señalando con el dedo, prosiguió su alocución:
―Esta
línea indica los resultados del último año. No son malos, si tenemos en cuenta
que la crisis sigue pasando factura. Pero, ¿ve este diagrama?. Hemos pasado de
ser líderes mundiales en ventas a ocupar un discreto tercer puesto. Y en sólo
tres años. La competencia es atroz, nuestros adversarios mantienen una feroz
política de reducción de precios. Nosotros tenemos que ser más listos,
minimizar costes, y sobre todo, poner en el mercado mejores productos, que nos
diferencien de la competencia.
En
este punto, Jonás sintió una súbita bajada de tensión. Por Dios, ¿era necesario
tal perorata?. Ya no sabía ni como sentarse. Pero tenía que mantener el tipo
para que su interlocutor no se sintiera ofendido. Haciendo acopio de fuerzas,
se atrevió a interrumpirle:
―Precisamente
ahora estamos trabajando en ese nuevo producto, el que promete revolucionar el
mundo de la farmacopea, ¿no es así? ―lanzó la pregunta esperando que, ahora sí,
se reconociera su mérito al aportar la materia base para la experimentación.
En
contra de sus expectativas, como respuesta obtuvo un gesto mohíno de Norman. Se
quitó las gafas, exhaló sobre los gruesos cristales, los limpió con un pañito
que sacó de una pequeña cajita de palosanto que tenía sobre el escritorio, y
tras una pausa dramática, replicó:
―Todos
confiamos en este proyecto, el potencial de esa sustancia parece que es
impresionante, según los primeros análisis. Y eso es precisamente lo que
necesitamos para dar el salto cualitativo y cuantitativo que marque la
diferencia con el resto. Sólo hay un problema: somos incapaces de sintetizar el
principio activo. Tiene una gran complejidad estructural y, una vez procesado,
se vuelve inestable a temperatura ambiente. ¿He dicho que sólo tenemos un
problema?. Rectifico, tenemos dos problemas, porque a partir del fruto que nos
aportó, tampoco hemos sido capaces de hacer germinar su simiente. Al parecer
precisa de un hábitat con unas determinadas características en cuanto a
composición del suelo, humedad, etcétera.
Tanta
locuacidad resultaba abrumadora, pero se podía haber ahorrado tanto
circunloquio, pensó Jonás para sí.
―Entonces
lo que quiere es que vuelva allí y arrebate a esos indios sus frutos, ¿es eso?
―Jonás estaba empezando a perder la compostura.
―No
me ha entendido, o tal vez yo no he sabido expresarme con propiedad. Lo que en
realidad queremos es tener libre acceso al árbol. Bajo nuestro control,
podremos obtener sus frutos y estudiar la mejor forma de realizar algún
injerto. A partir de ahí, tendremos producción suficiente para elaborar toda una
gama de productos farmacéuticos de amplio espectro. Algunos apuntan a que puede
incluso revertir la degeneración celular producida por carcinomas. ¿Se lo
imagina?. Vamos a revolucionar el mundo de la medicina, vamos a mejorar la
salud de toda la humanidad, seguramente nos darán un premio Nobel...
―Pero
los indígenas nunca se irán de allí―contestó tajante―. Son sus tierras, y su
país reconoció su derecho sobre las mismas a perpetuidad.
―Efectivamente,
a perpetuidad, usted lo ha dicho, que significa literalmente “para toda la
vida”. Pero, ¿qué ocurrirá cuando ya no quede ningún miembro de la tribu?
La
inquietante pregunta quedó suspendida en el aire cual espada de Damocles.
―¿Me
está pidiendo que los extermine?
―Por
favor, ¿por quién me toma? ―rezongó indignado Peabody, al tiempo que alzaba las
manos al cielo―. Usted no tendrá que matar a nadie, de eso se encargará el
virus que les inoculará. Actúa de forma rápida, apenas notarán malestar un par
de días y, sin tratamiento, no tardarán en caer como moscas. No se preocupe,
antes de partir, usted ya estará inmunizado. No habrá testigos. A su vuelta, su
vida estará resuelta; un buen cargo, un buen sueldo, ninguna preocupación.
3. La
noticia
Jonás
no podía creer que algo tan surrealista pudiera estar ocurriendo. Bajo la
hipócrita premisa de obtener un beneficio para todo el colectivo, se pretendía
poner en marcha un retorcido plan para masacrar a unos pobres e indefensos
indígenas. Forma amoral y criminal de repartir unos pingues beneficios para
unos pocos. Y allí se encontraba él, en el centro del vórtice. Era la única
persona que tenía una oportunidad de volver a la tribu y perpetrar semejante
fechoría.
No
fue tajante en su respuesta a semejante propuesta, le dijo a su jefe que tenía
que pensarlo, consultarlo con la almohada. Mientras cruzaba la ciudad en su
utilitario, iba dándole vueltas en la
cabeza. Se daba cuenta de que su vida era una sucesión de mentiras. Engañó a su
mujer con otra, siendo incapaz de reconocerlo hasta el último momento, cuando
ya las pruebas eran evidentes. Engañó a Yani en su despedida al decirle que
tenía que volver a casa porque echaba mucho de menos a su familia, cuando en
esos momentos era precisamente de lo que huía. Se engañó incluso a sí mismo
pensando que esta oportunidad que le ofreció la Corporación le serviría como
espaldarazo definitivo para optar a un alto cargo, y por fin despreocuparse de
cualquier apretura económica. Todo mentira.
Desde
su regreso de la selva, volver a casa al menos ya no era un suplicio. Las cosas
habían cambiado, seguramente porque su talante ante la vida también cambió durante el tiempo que pasó en la tribu. Su
escala de valores dio un vuelco al observar como aquellos seres eran felices
apartados de la llamada “civilización” y de sus necesidades consumistas. También
Natalie había cambiado. Tras la visceralidad inicial y la indiferencia
posterior, ahora estaba en una fase más comunicativa, tal vez no actuando en el
modo que lo haría una pareja después de tantos años juntos, pero al menos
sabían comportase delante de su hija, y se permitían bromear en momentos de
distensión.
Cenaron
a solas pues Cathy estaba de acampada con compañeros del instituto. Luego
compartieron un rato en el sofá, sin encontrar nada en la televisión que les
entretuviera, ocasión que aprovechó Jonás para decirle que tal vez tuviera que
marcharse unos días al extranjero por asuntos laborales. Todavía no había
decidido nada en firme, pero pensó que mejor sería preparar el terreno para
evitar suspicacias.
―¿Algún
congreso? ―inquirió ella.
―Sí―mintió―.
En Brasil. Y de paso, aprovecharé para visitar algún hospital por la cuenca del
Amazonas. No más de un par de semanas, calculo.
―Bueno.
Pero ten cuidado con esos malditos mosquitos. La última vez volviste acribillado.
―Claro,
claro, tendré cuidado, no te preocupes―y mientras lo decía, simuló aplastar a
un díptero de una palmada, lo que provocó una ligera sonrisa en Natalie. Ese
día estaba especialmente seria.
―¿Qué
tal el día? ―aprovechó la coyuntura para preguntarle. Su rictus cambió de
repente. Algo le rondaba la cabeza, seguramente algún tema que no se había
planteado hablar en ese momento. Pero tal vez ante la inminencia de su partida,
le respondió con acritud.
―Jonás,
tengo algo que contarte, pero tienes que prometerme que no le dirás nada a
Cathy, al menos de momento, no quiero que se preocupe innecesariamente.
―Esta
bien, tú dirás.
―Hoy
estuve en el médico. Hace unas semanas me hice unas pruebas. No es nada bueno.
―¿A
qué te refieres?¿Quieres dejarte de rodeos? ―le dijo al tiempo que posaba su
mano en el hombro. En esos momentos, no se podría decir cual de los dos tenía
más miedo, si la una a contarlo o el otro a escuchar la respuesta.
―En
una exploración me encontré un bulto...me han dicho que es maligno.
Para
eso Jonás no estaba preparado, de hecho, nadie lo está. Se le pasaron mil cosas
por la cabeza en una milésima de segundo, pero ninguna de ellas seguramente
serviría para tranquilizarla. Optó por mantener la calma y proporcionarle una
respuesta esperanzadora.
―Natalie,
lo afrontaremos juntos, no te preocupes. Mañana mismo contactaré con algunos
colegas y te buscaremos el mejor oncólogo. Hoy en día hay tratamientos que son
muy efectivos, verás como encontramos uno que funcione.
A pesar de su aparente aplomo, en
realidad Jonás estaba asustado ante esta noticia. Su episodio de ese día en la
oficina le pareció una anécdota si lo comparaba con la irrupción de aquella
enfermedad letal en sus vidas. Enseguida sacó su lado más prágmatico, aparcando
definitivamente cualquier disquisición ética o moral. Iban a necesitar mucho
dinero para afrontar el tratamiento, y los viajes, en caso de ser necesario
acudir a clínicas especializadas. Tendría que aceptar el encargo, muy a pesar
suyo, eso sí, a cambio de un aumento considerable de sus emolumentos.
Natalie cogió su mano con fuerza, y
le dijo con voz quebrada:
―Tengo miedo.
Aquella noche hicieron el amor. De
habérselo preguntado, ninguno de los dos hubiera sabido cuándo fue la última
vez que lo hicieron.
4. El
reencuentro
En
la maleta, las plumas de papagayo que le distinguían como miembro de la tribu.
En el corazón, todo tipo de sentimientos encontrados. Por un lado, el regocijo
del reencuentro con Yani y su familia, que tanto le habían enseñado sobre la
naturaleza humana. Por otro, la congoja por la situación en la que dejaba a su
mujer. Y entre estos dos pensamientos, su propia moralidad ante el abominable
encargo. Si no era capaz, sabía que otros vendrían para ejecutarlo, y
seguramente sin tantas sutilezas, sería una masacre.
Durante
su vuelo sin escalas le dio tiempo a darle una y mil vueltas al asunto. Pensó que tal vez las propiedades medicinales
de aquel fruto podrían servir para salvar a su mujer. Superada la enfermedad,
seguramente también sería el final de su crisis conyugal. Podrían volver a ser
felices, ser de nuevo una familia.
Aunque
sería demasiado egoísta anteponer la supervivencia de una persona, por mucho
que fuera Natalie, al derecho a la vida de aquellos infelices. Ni siquiera por
ese “bien para la humanidad” que pregonaba Peabody.
Estaba
en una encrucijada.
La
recepción fue apoteósica, el poblado entero era una fiesta ante la vuelta de
uno de sus hermanos. Jonás quedó abrumado ante tal exhibición de alegría por su
retorno. Obsequió a todos y cada uno con alguna bagatela, que recibían como si
de un preciado tesoro se tratara. A Yani le regaló una pipa y algo de tabaco,
afición que adquirió en aquellos tiempos
que pasó como empleado en la maderera, aguas abajo.
Durante
toda la noche comieron y danzaron. Sonaron los tambores sin descanso hasta bien
entrado el alba, algunos volvieron ebrios a sus cabañas tras consumir las
botellas de aguardiente que Jonás aportó al festejo. Tal vez el último.
Al
día siguiente, Jonás se adentró con Yani en la selva para conseguir algo de
caza. Aquel ser minúsculo demostraba una habilidad increíble con el arco. Se
cobraron un enorme ejemplar de capibara, cuyo corpachón les costó arrastrar
hasta el poblado. Las mujeres lo despellejaron y despedazaron. Luego
envolvieron los trozos, embadurnados con
pasta de mandioca, en hojas de bijao, y los enterraron para que macerasen
durante tres días.
La
ocasión más propicia para culminar su plan sería cuando toda aquella carne
fuese cocinada. El contenido letal de aquella minúscula cápsula disuelta en el
guiso sería suficiente para infectar a toda la tribu. Nada podrían sospechar
pues él mismo compartiría el festín.
El
tiempo parecía discurrir muy despacio. Durante las noches siguientes, la sola
idea del asesinato colectivo le atormentaba. Se despertaba empapado en sudor,
sobresaltado ante las pesadillas que le acongojaban. ¿Y si hubiese hablado en
sueños sobre su plan?. ¿Y si Yani estuviese al tanto?. Sus sospechas tomaron
cuerpo cuando una tarde, en uno de sus paseos junto al río con su anfitrión,
éste le preguntó abiertamente.
―¿Qué
ha sido de tu vida en este tiempo?
―¿Mi
vida?. Mi vida ha cambiado tanto desde que me marché de aquí...
―¿En
qué ha cambiado?
―Básicamente
en mi forma de ver el mundo, a las personas que me rodean.
―¿Ahora
las ves distintas a como las veías antes?
―Procuro
mirar más allá de lo que ven mis ojos.
―¿Te
refieres a su alma?
―Llamémoslo
así. Somos tan complejos los humanos. Tan herméticos que nos cuesta dejar
traslucir nuestros sentimientos, nuestros anhelos.
―Eso
es por miedo. El tiempo que estuve fuera de la selva me di cuenta de que la
gente se movía por miedo, en lugar de por su propio instinto. Miedo a perder
sus posesiones o a querer acaparar más para mantener un estatus social,
fomentando la avaricia y la envidia. Miedo a no ser aceptado por los demás,
creando seres vanidosos pero igualmente frágiles.
―Sí,
el miedo nos atenaza, por regla general. El único que no tiene miedo es aquel
que no tiene nada que perder.
―Dime,
¿encontraste aquello que perdiste?
―¿A
qué te refieres?
―Cuando
te marchaste, dijiste que querías recuperar tu vida, tu matrimonio, tu familia.
―Así
es
―¿Lo
hiciste?
―Sí,
pero fue fugaz.
―¿Fugaz?
―Tan
intenso como breve. Mi familia murió hace dos meses en un accidente de
tráfico―mintió como un bellaco. De forma inconsciente, giró la alianza que
portaba en su anular. Yani observó este gesto. Medio compungido, medio
desconcertado, le pregunto:
―¿Por
eso has vuelto?¿Porque ya no tenías nada más que perder?. Aún así, veo miedo en
ti ―la aguda pregunta de Yani le puso contra las cuerdas.
―Supongo
que sí―nada más responder, se dio cuenta de que no sonó especialmente
convincente. Trató de cambiar de tema y de estrategia.
―Dime
una cosa, Yani. Tú que conoces la civilización, que sabes de los pros y contras
de ambos mundos. ¿Nunca has pensado en marcharte?. Aunque éste sea tu hogar,
creo que eres una persona con inquietudes, que necesitas alimentar tu espíritu
con nuevas experiencias, y no esta vida tranquila pero monótona.
―¿Me
estás proponiendo que me marche contigo, acaso?
―¿Lo
harías?
―No.
―Y
los demás, ¿se marcharían si se les proporcionara una casa, comodidades?
―Tampoco
lo creo. Disponemos de todo lo que necesitamos para vivir, y nadie anhela lo
ajeno porque lo poco que tenemos es patrimonio de todos. No creo que se
adaptaran a vivir lejos de aquí.
Había
gastado su último cartucho. Estaba claro que sería imposible convencerles de
que tenían que marcharse, por mucho que les contara la verdad de la trama.
5. Desenlace
Esa
noche se preparó el banquete con la carne macerada. En el gran perol, se fue
cocinando a fuego lento. Jonás observaba el chisporroteo de las llamas,
hipnotizado, con la cápsula mortal oculta entre sus dedos. Desde que
mantuvieron la conversación, se sentía observado por Yani. Había llegado a un
punto de no retorno. El dilema tenía que resolverse, de una forma o de otra.
Tras
consumir las viandas, prosiguieron con cánticos y bailes. Celebraban la fiesta
de la cosecha. Mañana visitarían el lugar sagrado, allí donde moraba
“Lebenbaum”, cómo le bautizó aquel viejo profesor, guardando para ellos, en sus
altas copas, el sagrado fruto.
Antes de que despuntaran las primeras luces
del alba, Jonás se puso en marcha. El sendero se desdibujaba ante la profusión
de ramajes, mas no podía desorientarse o sería su perdición. Avanzó a buen
ritmo, sin mirar atrás, con una idea fija en su cabeza. El camino se le hizo
eterno, en más de una ocasión pensó que se había perdido, que deambulaba sin
rumbo por aquella tupida maraña vegetal. Hasta que el espesor dio paso a un
claro. De nuevo aquel sonido reconocible llegó a sus oídos. Allá a lo lejos, un
trazo oscuro rompía la monotonía del azul celeste. Unos metros más bajo el
implacable sol, y por fin descansó bajo la sombra del árbol centenario.
El
frescor del agua vaporizada de la cascada reconfortó su espíritu y su cansado
cuerpo. Se asomó por el extremo del peñasco, con precaución, porque las
profundas raíces habían disgregado su lecho rocoso en algunas zonas. El
espectáculo que le brindaba la naturaleza era sobrecogedor. Todavía se acordaba
de aquella primera vez, en la que en un ejercicio gimnástico suicida, los
intrépidos indígenas se colgaban de las ramas sobre el precipicio para recoger
los frutos.
Había
llegado el momento. Descartada definitivamente la idea del asesinato, la única
solución era eliminar el objeto de deseo de la Corporación. Sin el árbol, se
acabó el problema. Aunque de una forma o de otra, contaba con que tenía que
pagar algún peaje por este acto de traición. Sin más dilación, blandiendo el
hacha que cogió de la cabaña de Yani, comenzó a asestar golpes al añoso tronco.
El árbol pareció retorcerse sobre sí mismo pidiendo clemencia. A cada herida
que le propinaba, multitud de frutos se desprendían y caían al vacío,
perdiéndose irremisiblemente en el fondo del río, Para él, en ese momento, la
pérdida de bien tan preciado era el menor de los males.
La
tala se vio interrumpida al escuchar su nombre en un eco lejano. Sólo entonces
se giró hacia la selva. Era Yani y al menos una docena de congéneres. Se fueron
aproximando, sin prisa, como el que quiere capturar una fiera evitando ponerla
nerviosa, hasta ocupar los lugares más apropiados para el lance. Tenía que
actuar con rapidez si quería tener éxito en su misión, no era momento para
hacerles entender sus razones. Alzó de nuevo el hacha. Sólo que esta vez, el
golpe no fue ni fuerte ni certero. Un pequeño dardo emplumado le había
alcanzado en la espalda. Sin duda estaría emponzoñado, por lo que el tiempo se
le agotaba antes de que el veneno se dispersara por su cuerpo. Ante un nuevo
ademán de golpeo, el zumbido de otra cerbatana. Ahora sí, su cuerpo rígido
empezaba a no obedecer a su mente.
No
podía desfallecer, estaba muy cerca de conseguir su objetivo. De nuevo escuchó
una voz, era Yani que le llamaba, apuntándole con su arco:
―¡Jonás!
No lo hagas.
A
pesar de la situación límite, confiaba en Yani. Él sabría que hacer con las dos
cartas que había dejado en la cabaña. La primera, dirigida a Peabody, con un
escueto mensaje: ‹‹El árbol ya no existe››. La segunda, para Natalie, explicándole
los motivos que le habían empujado a actuar de este modo, recordándole cuánto
la había amado, deseándole una total recuperación e instándola a tomar
emprender acciones legales contra la Corporación, a fin de obtener una
indemnización por “accidente laboral”. Eso, más el seguro de vida, le
permitiría afrontar holgadamente su tratamiento.
Le
costaba respirar, el tóxico empezaba a irradiarse hacia el pecho. Con sus
últimas fuerzas, se lanzó al vacío, colgándose de la rama más cercana. El
maltrecho tronco cedió al peso. Por unos segundos, se mantuvo suspendido, lo
suficiente para llenar por última vez sus pulmones y gritar:
―¡Ya
no tengo miedo!
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