Otra vez domingo y me
despiertan
voces negras, roncas como
lanzas de mármol
que me atraviesan y me
rompen,
que desordenan las ganas y
el vivir.
No veo el sol de que
hablan quienes pasean
por la calle. Me llueve
dentro,
cada vez más dentro.
Cierro los ojos despacio y
juego al triste
juego de ser otra persona
para verlo todo desde
fuera.
Ser alguien y dejar de ser
la nada.
Me imagino lejos: al otro
lado de la luna del armario, o en el fondo
del tercer cajón de la mesita de noche.
Cuento diez veces hasta
diez,
por diez y por diez más.
Y no desaparece el mundo,
ni los gritos, ni
desaparezco yo con mis
fantasmas vivos.
A ratos sueño que soy un
árbol, pero no un árbol
de ciencia irreal y
difusa; tampoco un árbol
perenne de cementerio,
atado a la muerte,
roja muerte.
Quiero ser frondosa copa
viva y perecedera.
Quiero dar sombra a las
amapolas y a la
sonrisa de mi hija.
Quiero ser
todo un árbol de
esperanzas.
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