Fotografía de Mindor |
( Leyenda del lejano Oeste)
Esta es la historia de un árbol en medio de
la nada, en los límites de la extensa pradera que rodeaba un pequeño pueblo, floreciendo al ritmo de las
continuas oleadas de buscadores de oro que se fueron asentando en el salvaje
oeste.
Esta
es una historia de verdades increíbles y mentiras admisibles, en una época en
la que la superstición también se desenfundaba al ritmo de un Colt 45. Corrían
los años de Wayatt Earp, Bat Masterson, Willy El Niño, Jesse James y también de
mujeres con dos pistolas como Calamity Jane.
Nuestro pequeño asentamiento, contaba con todo el decorado
imprescindible en aquel escenario: un saloon con mesas de juego y todo el
alcohol que podía ingerir un cuerpo rudo, un pequeño pero nutrido colmado, la
escuela donde casi nunca coincidían los
mismos alumnos, una cárcel en la que nadie descansaba por mucho tiempo, el
banco depositario del dorado y que atraía gente de toda calaña a esta costa
Oeste, un burdel en las afueras para acallar a las damas de buena reputación y
al pastor de la iglesia que arengaba contra esos antros de pecado y perversión,
consuelo de forasteros o cuatreros quemados por el sol y por el peso de una vida que terminaba inesperadamente cuando
no cubrías las espaldas. Con él competía una elegante casa de citas, regida por
la madam más famosa en leguas a la redonda, refugio de caballeros de mayor
envergadura social, amantes padres y esposos comprometidos.
El
pueblo había conseguido la tranquilidad y paz que se logra cuando las mujeres
toman el mando por debajo del mantel,
sin que nadie lo advierta, con esa sutileza que el alma femenina porta desde el
principio de la creación.
Por
descontado que no siempre fue así. Los primeros tiempos, cuando la inmensidad
ocupaba la frontera de lo desconocido, donde la esperanza iba a caballo de la
oportunidad y una vida valía un billete de cinco dólares en el hueco vacío del
tambor del revólver, imperaba la ley del más fuerte, del más rápido, del que
llegaba primero a cribar en el lecho del río, con la tranquilidad de no estar
allanando ninguna propiedad privada, ni pagar impuestos por ello. El preciado
oro estaba allí, libre para ser tomado. El paso de los años puso en valor el
lugar con el nacimiento de la minería, mientras que agricultores y ganaderos
veían en esta tierra la mano dura y fértil del creador, al tiempo que el flujo
de comerciantes contribuía a un marcado florecimiento en años posteriores.
Instalado, pues, un cierto orden que permitía la convivencia pacífica en
la mayoría de las ocasiones, la cotidianidad serena era la tónica dominante. El
pequeño poblado no se caracterizaba por la presencia asidua de pistoleros, sin
embargo la tranquilidad se quebraba en ocasiones, por alguna pelea al vapor del
alcohol o por una bala rápida atravesando un pecho. El sheriff y sus ayudantes
eran los encargados de vigilar el mantenimiento de aquella armonía alcanzada y
con ayuda del juez que visitaba periódicamente la zona, imponer al delincuente
un castigo que en ocasiones acababa en
la horca y en otras enriquecía ciertos
bolsillos con elevadas multas. Con frecuencia llegaban noticias de la mano de hierro con la
que el Juez Parker en Arkansas, administraba justicia y famosos eran sus
innumerables ahorcamientos, hecho que no dejaba indiferente al representante de
la ley de la pequeña comunidad, que lo tomaba como referente para ganar fama y
respeto, amén de permitirle amasar una pequeña fortuna aceptando algún que otro
soborno por conmutación de la pena impuesta.
Existía como he dicho, en los confines de aquella extensa pradera, un
árbol frondoso y solitario que servía
como soporte y testigo mudo de la soga que sólo dos personas colocaban
alrededor del cuello de quien se decidía
ser merecedor. Como escarnio y advertencia a quien pasara por el lugar, el
cuerpo se dejaba allí ejecutando su danza espasmódica, y se le enterraba al día
siguiente. No ocurría aquí como en otros
territorios donde las ejecuciones eran fiestas
multitudinarias y diversión en las monótonas tardes. Nadie que sintiera el
temor de dios o del diablo se atrevía a acercarse a aquel árbol sobre el que
corría todo tipo de fábulas, avaladas
sin duda por el extraño suceso que tenía lugar a la mañana siguiente al
ahorcamiento. El muerto desaparecía y la soga desanudada, reposaba en el suelo
a modo de mueca burlesca. En las primeras ocasiones de aquel extraño suceso
todos llegaron a pensar que amigos o familiares del reo recuperaban su cuerpo
para darle sepultura, pero los rumores que circulaban hablaban de otra cosa. De
vez en cuando llegaba al pueblo un forastero que comentaba haber visto al
difunto cruzando en su caballo la frontera con Méjico, y otros hablaban de la
vida de lujos que había visto disfrutar en tierras del sur al cuatrero ahorcado
el mes anterior.
Estas
historias empezaron a formar parte de la vida cotidiana como lo eran el
trabajo, los juegos de cartas o la misa de los domingos y cuando se juzgaba a
alguien a sabiendas del fatal desenlace, todos admitían que el sentenciado
gozaría de mejor vida de la que había llevado hasta el momento, convirtiendo el
castigo en su redención.
Tanto se propagó la fama de aquellos
extraordinarios acontecimientos, entre caminos de diligencias y vías de
ferrocarril, que muchos forajidos en busca de mejor fortuna, se entregaban a la
justicia implorando ser ahorcados en aquel pequeño pueblo del Oeste Americano,
logrando el árbol lo que no consiguió ningún juez de la época.
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