El Muerto
"Los muertos que vos matáis gozan de buena
salud"
(EL MENTIROSO, Corneille, 1643)
Esta mañana he tenido el gusto de saludar a un muerto.
Cuando vivía, aparecía por el bar y se tomaba una copita tras otra de anís Chinchón,
única bebida alcohólica que, a cualquier hora, admitía su fina figura y su
estómago selectivo. En la barra del bar se echaba, simbólicamente, en brazos de
la camarera o del 'gerente' y derramaba, en forma de amargas palabras, las lágrimas
que su vida le iba provocando. Después se iba a rumiar su triste sino a otro
sitio. Su desgracia consistía en que sus hijos y su mujer habían renegado de él
por la mala vida que llevaba y le habían echado de casa con lo puesto. Decían
las malas lenguas que conocían su mala vida, que muchas veces le vieron llorar,
pero no escarmentaba. Un día desapareció del barrio sin dejar rastro.
Aunque yo nunca había cruzado una palabra con él, eché
en falta su presencia, y pregunté alguna vez si sabían algo de aquel gitano de
la peca. Una de esas veces recibí la fatal noticia: "Se lo han encontrado
muerto en un piso que su familia tiene en Villaverde. Pobrecillo.", me
dijo T, la enterradora. Y, como reafirmando su respuesta, apostilló: "Le
he preguntado a su hermana por él y me dice que vive en Pinto, pero es mentira,
a mí me han asegurado que se lo encontraron muerto, y la prueba es que ya no
aparece por aquí." Punto. Estaba muerto.
Yo también conocía a la hermana, que se ganaba la vida
vendiendo colonias de pega, cuchillos que lo cortan todo, calcetines y calzoncillos
de primeras marcas, pero que se deshilachan a la segunda puesta y hasta te producen
sarpullidos en la piel, y se lo compramos a sabiendas del fraude, porque
queremos contribuir a que su familia coma cada día, y después de la desgracia
del hermano, con más motivo. Un día que le compré un perfume para mi mujer, que
valía 90 euros, al ridículo precio de 10, y que tiré en el contenedor verde de
vidrio más próximo, le pregunté por su hermano, delante de quien le había
matado, enterrado y casi oficiado el funeral: “Está muy bien, chico, me
contestó. Se ha ido a Pinto y parece que se está enderezando…” No sabes cuánto
me alegro, le respondí. Y se fue apresuradamente, sin querer entrar en más
detalles.
Cuando desapareció la hermana del finado, T, la enterradora,
me volvió a confirmar que había muerto, pero que no quieren admitir que haya
muerto abandonado por todos, y, mucho menos, que se hubiese suicidado, tema
tabú imposible de aceptar por una familia gitana.
Después de mucho tiempo dándole por muerto, esta
mañana he ido a tomar café y le veo en la barra con su copita de anís, el codo
en la barra, cruzado de pies, su peca peluda escondida en una tupida barba, el
pelo largo... Me dirijo a él, le estrecho la mano y le digo que cuánto tiempo
sin verle y que me alegro de saludarle. Me tiende su mano sorprendido: "Es
que ahora vivo en Pinto...", me responde poniendo ojos de extrañeza por mi
saludo.
Después de una breve pausa se vuelve a dirigir a mí:
"¿Sabe una cosa? Nunca he hablado con usté,
pero su saludo me ha llegado aquí...", y se toca el pecho en el lado del
corazón. Le digo que siempre se echa en falta a los personajes que forman parte
de tu paisaje cotidiano, sin más, y sigo con mi café. "Me ha gustao, sí señor...", dice moviendo
la cabeza suavemente, como afirmando. Y ya se embala: "Me he ido a Pinto
con mis padres, que esos no te fallan nunca. Tuve problemas con mi mujer y mis
hijos aquí y me fui... Y sepa que me sincero con usté porque me ha llegao
su saludo, sí señor. Me ha dao usted
el mejor desayuno de mi vida porque nunca nadie se ha preocupao por mí, quitando a mis padres, claro, que los tengo preocupaos desde que nací…"
Termino de desayunar, le reitero que me alegro de
volverle a ver, y me da las gracias por haberme dado cuenta de que llevaba
mucho tiempo sin existir, al menos en nuestro barrio...
Por el camino voy pensando en lo necesarias que son, casi
siempre, las palabras, y en la necesidad que tienen algunas personas de vivir
la vida de los demás y de poner gotas de tragedia en la vida diaria.
SAMI, EL HOMBRE FELIZ
Él
es el prototipo de hombre feliz. Para él nada está mal, nadie es malo, siempre
busca el lado positivo de las cosas. Está a punto de cumplir los sesenta y tres
años, la edad de la pre-jubilación para muchas empresas españolas, y está
preocupado.
- Ahora,
dos años paro y luego jubilación, pero yo no sé vivir sin trabajar, me aburro, y aburrimiento primer paso para muerte,
dice en su castellano de andar por casa, lo suficientemente entendible para
hacer amigos.
Sami
es jardinero y limpia el recinto del centro donde trabajamos. Todo el mundo es
su amigo porque, para él, no hay malas personas, sólo personas equivocadas que
alguna vez reconocerán su error y volverán a la senda de la bondad.
- Buenos días. ¿Qué tal, señor Antonio?, me saluda
por la mañana.
- Bien. Ahí vamos, tirando, respondo.
- ¿Cómo que bien? Más que bien: tiene mujer,
tiene hijos, tiene salud, tiene trabajo, tiene amigos… Eso es más que bien,
responde alzando la voz hasta hacer que la gente vuelva la cabeza al escuchar
la jerga que utiliza dirigiéndose a quien le escucha.
Y
sigue su perorata sin dejar intervenir porque no consiente que alguien le diga
que la vida le va mal:
-
Vida es felicidad. Vive, trabajo, salud, ¿qué más…?
-
Bueno, señor Sami…
No me deja terminar, de nuevo alza la voz:
-
No, no, yo no señor, yo no cultura, yo no señor, sólo Sami.
Se
vino de Marruecos hace más de treinta años a trabajar a España y desde entonces
dice que sólo volvió para asistir al entierro de sus familiares más directos,
su padre o su madre, y que no tiene ningún interés en volver una vez que se
jubile porque ya no se siente marroquí después de tanto tiempo aquí.
-
Tú ya eres español y lo que tienes que hacer es buscarte una novia que te
cuide, aunque seguro que alguna novia tienes por ahí, le digo.
-
No, yo no amor, yo no dinero y sin dinero, no amor. Yo solo en mi habitación de
Madrid, en el barrio de todo putas, maricones y mala gente extranjera que no
viene a trabajar, sólo dejarnos mal a honrados…
-
Alguna buena mujer te hará un favor de vez en cuando, le interrumpo.
Una
sonrisa socarrona le delata, pero lo niega:
-
No, mujeres mala cosa, si tú dinero, tú lo que quieras, si no dinero, púdrete,
pero no tienen culpa, es su trabajo, yo tampoco aquí trabajo gratis.
Nuestros
ratos de charla se producen en las salidas que hacemos a la puerta del
trabajo para satisfacer la necesidad
perentoria de fumar.
-
No comida, no tabaco, no mujeres, no alcohol.
Durante
la fiesta del Ramadán, que él respeta escrupulosamente según nos dice, nos metemos con él sin ninguna mala intención
porque es imposible no ser respetuoso con esta persona:
-
Mira, Sami, qué mujer, le decimos cuando pasa por la calle alguna chica de buen
ver.
-
No, no, no. Yo Ramadán, yo no mujeres, yo no malos pensamientos, no bromas, no
comer, responde, escandalizado, alzando una vez más su voz estridente y
volviendo la cara hacia otro lado.
-
Y en tu pueblo, ¿no tienes ninguna novia? Allí ahora con la jubilación serías
el rey.
-
Yo no soy de aquí ni de allí. Allí dicen:
“mira renegado que no viene aquí nunca y se olvidado de nosotros”. Aquí,
contrario: “mira este moro de mierda que viene quitarnos pan. ¡Vete tu pueblo!”
Por eso, yo, de ningún sitio, no tengo nada, ni habitación que vivo. Pero, todo
bien y no me quejo. Vida es felicidad y yo vivo y hablo a usted y a todos, y,
cuando me voy de sitios, se hacen fotos conmigo; las tengo en casa, mañana
enseño.
Al
día siguiente trae un álbum casero hecho con folios y con unas pastas de
cartulina, donde ha ido pegando las fotos con diferentes personas, que para él
son la prueba irrefutable de su buena conducta, y me va explicando de qué
empresa eran y anécdotas de cada uno.
Ahora que ha llegado el momento de la
jubilación se le nota triste, aunque él lo niega siempre con su espíritu
positivo. “Todo bien, qué digo, ¡más que bien!”, pero se le nota más pensativo
que antes, no habla tanto, no se hace tanto el encontradizo con nosotros para
charlar de cualquier cosa. Algunas veces le hemos tirado de la lengua y le
hemos insinuado que a él lo trajo Franco con la guardia mora:
-
No, no, no, yo no guardia mora, con esta pinta flaco, no podía. Guardia mora
eran otra región, hombres más fuertes y guerreros, yo no. Pero Franco, buena
gente, Suárez, buena gente, Felipe, buena gente, Aznar, buena gente, Zapatero,
buena gente…. Con todos comida y ahora no me falta pensión. Todos españoles,
buena gente.
-
Pero alguien habrá malo, Sami.
-
Nadie. Alguien equivocado, pero se dará cuenta de equivocado y rectifica.
Algunos malos, sí: asesinos, los que roban, pero para eso policía, nosotros,
tú, aquél, otro, otro, no somos ellos, por eso yo no en cuenta cuando hablo.
Todos, buena gente.
Y
así Sami es feliz.
El
día anterior a su marcha se le veía nervioso, como si quisiera decir algo y no
se atreviese. Por fin, entró en la oficina y se dirigió a mi mesa.
-
Señor Antonio…
-
Dígame señor Sami.
-
No, yo no cultura, yo no señor, yo solo Sami. Quiero pedirle favor.
-Lo
que usted quiera, señor Sami, le insistí en el tratamiento y ya lo aceptó con
una sonrisa.
-
Yo extranjero con mucho tiempo aquí y gustaría hicieran ustedes certificado
conducta buena por si mañana necesito…
-
Por supuesto, le respondí.
Le
pedí el carnet para redactar el certificado y ofrecerlo a la firma a todos los
compañeros y me dio un documento de identidad español: Sami era tan español
como nosotros aunque él no se sintiera de ningún sitio y pensara que
necesitaría en el futuro un certificado de buena conducta, certificado que
conservaba de cada trabajo por el que había ido pasando.
Por
supuesto, lo firmamos casi todos. ¿Quién que no sea una mala persona puede
negarle algo a Sami, uno de los nuestros?
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