La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

martes, 14 de julio de 2015

Caducado, por JULIA GARCÍA NAVARRO.



    El doctor miró a Leocadio con lástima sincera a través de sus lentes. No dijo nada pero todo estaba dicho. No podía prorrogar el carnet de conducir a aquel anciano.  El pobre hombre llegó confiando que todo sería como siempre había sido: un volante de mentira y un tonto jueguito. Pero nada fue igual: su pulso tembló, la vista estaba nublada y no supo qué hacer con el mando que debía dirigir un vehículo por la pantalla de una tele.
La recepcionista observó al hombre que no se marchaba. Permaneció arrugado en la salita de espera y no tuvo corazón para echarle. La joven anduvo inquieta porque vio en sus ojos punzadas de rabia cada vez que entregaba papeles de renovación a un afortunado, pero cuando llegó la hora no hubo conflicto: El hombre se despidió amablemente y lo vio alejarse tristísimo por una callejuela de Tarifa. 
Leocadio lloraba por dentro. Nunca volvería a pisar el acelerador del dos caballos ni disfrutaría el aire zumbando por las ventanillas. De la noche a la mañana se había convertido en un pobre anciano de a pie. Pasó por delante de su leal compañero y se detuvo. Estaba aparcado junto a la entrada del arco y la chapa se le caía a pedazos a causa de un cáncer de salitre. Sufrió al abandonarlo y se despidió dejando el manojo de llaves sobre el capó.

Rezó un padrenuestro mientras regresaba a casa, a ver si alguien hacia el favor de robarlo y le ahorraba la grúa. Se demoró sobre la arena hasta la caída del sol y al llegar le pareció su hogar más decrépito que nunca. Un yogur pasado de fecha era el único habitante de la nevera  pero se lo tomó de todas formas y comprendió que todo estaba caducado en su existencia; sobre todo él, que se acercaba a los ochenta.


       Tras la frugal cena se asomó al balcón. El único lujo que disfrutaría hasta el final serían las vistas extraordinarias de otro continente.  El estrecho  estaba en calma y la noche se había tragado las montañas de África. Escuchó las olas rompiendo suave y le consoló saber que seguirían allí cuando él ya se hubiera marchado. 

       De improviso una luz se hizo visible en la playa. Parecía una linterna y se movía cerca del agua. Aguzó la vista y observó la claridad oscilante hasta que desapareció tras unas rocas cercanas a su casa. Escuchó un lamento, un quejido de dolor que le heló el corazón. Continuó oyéndolo a intervalos y parecía que se ahogaba, como si alguien sofocara un llanto tapándolo con las manos sobre una boca desamparada.

       A Leocadio no le fue difícil decidirse a bajar. En su vida ya no quedaba nadie y se sintió valiente sin proponérselo. Pensó que lo peor que podría ocurrirle sería morir a manos de un desaprensivo. Imaginarlo le alivió; si sucedía, se estaría ahorrando tener que hacerlo el mismo, pero se puso el abrigo por si acaso arreciaba.

Felisa escuchó el timbre de la puerta y se sobresaltó. Se asomó a la mirilla y vio a su vecino mirándola fijamente. Nunca antes había llamado a su puerta a pesar de que se habían hecho viejos entrando y saliendo por el mismo descansillo. Dudó si abrir, por lo avanzado de la hora, pero lo hizo sólo por curiosidad.
Leocadio apenas supo explicarse pero ella conocía los síntomas del que pide socorro y le siguió dejando la puerta abierta. Sobre una colchoneta en la destartalada cocina desconocida vio un muchacho que tiritaba de frío y deliraba. Su piel era muy oscura y apenas debía tener catorce o quince años. Felisa comprendió que su colindante no sabía qué hacer y se puso manos a la obra. Entró y salió frenéticamente de las dos moradas y las mantas de Felisa cubrieron las de Leocadio sobre el cuerpo inerte del africano. El hombre que era todavía un niño se despertó y se enredó en las sabanas limpias de ella llorando de fiebre sobre el desvencijado colchón de él.  Los alimentos llegaron a la nevera vacía y una montaña de medicinas caducadas de los dos fue a parar a la basura, quedando apenas un par de cajas supervivientes sobre la encimera.   
Se preguntaron muchas veces como habría llegado, pero no encontraron restos de naufragio ni papeles que testimoniaran su origen. Le velaron como a un hijo y durante ese tiempo se olvidaron de cerrar puertas en el descansillo solado de terrazo que los separaba al final de la empinada escalera.
Una mañana el africano se levantó fresco y sonrió a los seres que le observaban expectantes en sillas de formica. Un monólogo desenfrenado que no entendieron fue el principio de una nueva vida para los tres. Le bautizaron José para que pudiera pronunciarlo y la nevera de Leocadio permaneció espléndida para alimentarle durante los muchos meses que el muchacho tardó en alcanzar una altura vertiginosa. Se hizo adicto a las tortillitas de camarones y devolvía favores sobradamente fregando a todas horas. En sus hogares ya no hubo silencio porque canciones y frases incomprensibles sonaban felices en un idioma desconocido. Poco a poco, los octogenarios aprendieron a abrazarle y el muchacho a dejarse besar y también a balbucear palabras que escuchaba en la lengua de sus improvisados padres.  
Leocadio le enseñó a pescar y el oficio de las chapuzas mientras Felisa lo acogía en la cocina para desentrañar juntos el arte de la buena mesa hecha de sobras y la difícil ciencia de la lectura y la escritura.

Una mañana de agosto José los invitó a gambas en un chiringuito atestado de la playa. Les contó que había encontrado trabajo estable en una obra de Cádiz y Felisa protestó porque sus papeles aún no estaban en regla, a pesar de haberse tragado los ahorros de las dos casas. José arguyó que al constructor no parecía importarle y que a él le preocupaba muy poco y le despidieron deshechos en lágrimas. Le vieron marchar hermoso como un dios montado en un autobús de línea. Cuando le perdieron de vista, regresaron. Ascendieron por las escaleras del bloque de pisos sin ascensor en un silencio sobrecogedor.
Nada se dijeron al llegar al descansillo porque, no estando el chico, no había cosas que hubieran aprendido a contarse. Las puertas se cerraron y la nevera de Leocadio volvió a estar tan vacía como silenciosa la casa de Felisa, pero ninguno llamó a la puerta del otro: Leocadio porque no sabría cómo decir que la amaba y además se estaba quedando ciego; Felisa porque una mujer no debe dar nunca el primer paso y además notaba los primeros síntomas de vacío en sus recuerdos recientes.   

Felisa y Leocadio tomaron la costumbre de citarse los jueves en un banco frente a la playa. Felisa lo anotaba en una hoja que colgaba en el espejo del baño para no olvidarlo y conseguía acudir a casi todas las citas. Charlaban animadamente sobre las cartas de José y soñaban con verle regresar un día. Ella leía en voz alta las cartas que los ojos de Leocadio ya no podían ver y el repetía lo leído tan pronto lo escuchaba porque sabía que ella acababa de olvidarlo.
Así pasaron algunos años.
Una de esas tardes, cuando ya no lo esperaban, un hombre gigante de piel oscura se precipitó sobre ellos. Los apresó en un abrazo enorme que los levantó del suelo pegándolos a su pecho. Las lágrimas de Felisa iban y venían porque olvidaba y recordaba todo en uno y Leocadio, que ya no podía ver, palpaba su cara con la misma ternura y asombro con la que José acariciaba la suya rota de arrugas.
  El hombre, que se había hecho de hierro blandito, los llevó en volandas a un coche aparcado al borde del paseo. Tocó el claxon metiendo una mano por la ventanilla y Leocadio recorrió con sus manos la chapa del compañero, que reconoció al instante.
-Ya no podré conducirlo. – Dijo Leocadio con una sonrisa emocionada y vacía de dientes - Pero me alegra que seas tú el que lo haga.
-Me habías hablado tanto de este coche que no he parado hasta encontrarlo. – Dijo José satisfecho – Apretaré el acelerador para que sientas el viento del estrecho entrar por las ventanillas.
Felisa se sentó en el asiento trasero como por instinto y Leocadio lo hizo a su lado sin ponerse el cinturón. Cuando el coche cogió velocidad por la carretera que andaba paralela a la costa, sintió la brisa sobre su rostro y se supo joven, fuerte como un hombre que empieza a vivir por primera vez. Fue entonces cuando sacó una de sus manos por la ventana para que luchara contra el aire, mientras susurraba al oído de Felisa que la quería con toda su alma.
Por un momento ella lo entendió y tomó la mano de él sumergida en un amor tan intenso que le pareció el primero.
Unos segundos después ella olvidó y retiró su mano un poco asustada.
El volvió a empezar y ella lo reconoció de nuevo para otra vez olvidar.
Leocadio tuvo la certeza de que lo suyo sería un amor eterno que empezaría con las mismas palabras cada vez… un sentimiento siempre nuevo, una de esas cosas que jamás caducan.
José el Africano conducía, sonriéndoles por el espejo retrovisor.

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