El doctor miró a Leocadio con lástima sincera a
través de sus lentes. No dijo nada pero todo estaba dicho. No podía prorrogar
el carnet de conducir a aquel anciano.
El pobre hombre llegó confiando que todo sería como siempre había sido:
un volante de mentira y un tonto jueguito. Pero nada fue igual: su pulso
tembló, la vista estaba nublada y no supo qué hacer con el mando que debía
dirigir un vehículo por la pantalla de una tele.
La recepcionista
observó al hombre que no se marchaba. Permaneció arrugado en la salita de
espera y no tuvo corazón para echarle. La joven anduvo inquieta porque vio en
sus ojos punzadas de rabia cada vez que entregaba papeles de renovación a un
afortunado, pero cuando llegó la hora no hubo conflicto: El hombre se despidió
amablemente y lo vio alejarse tristísimo por una callejuela de Tarifa.
Leocadio lloraba por
dentro. Nunca volvería a pisar el acelerador del dos caballos ni disfrutaría el
aire zumbando por las ventanillas. De la noche a la mañana se había convertido
en un pobre anciano de a pie. Pasó por delante de su leal compañero y se
detuvo. Estaba aparcado junto a la entrada del arco y la chapa se le caía a
pedazos a causa de un cáncer de salitre. Sufrió al abandonarlo y se despidió dejando
el manojo de llaves sobre el capó.
Rezó un padrenuestro mientras
regresaba a casa, a ver si alguien hacia el favor de robarlo y le ahorraba la
grúa. Se demoró sobre la arena hasta la caída del sol y al llegar le pareció
su hogar más decrépito que nunca. Un yogur pasado de fecha era el único
habitante de la nevera pero se lo tomó
de todas formas y comprendió que todo estaba caducado en su existencia; sobre
todo él, que se acercaba a los ochenta.
Tras la frugal cena se asomó al balcón. El único lujo que disfrutaría
hasta el final serían las vistas extraordinarias de otro continente. El estrecho estaba en calma y la noche se había tragado
las montañas de África. Escuchó las olas rompiendo suave y le consoló saber que
seguirían allí cuando él ya se hubiera marchado.
De
improviso una luz se hizo visible en la playa. Parecía una linterna y se movía
cerca del agua. Aguzó la vista y observó la claridad oscilante hasta que
desapareció tras unas rocas cercanas a su casa. Escuchó un lamento, un quejido
de dolor que le heló el corazón. Continuó oyéndolo a intervalos y parecía que se
ahogaba, como si alguien sofocara un llanto tapándolo con las manos sobre una
boca desamparada.
A
Leocadio no le fue difícil decidirse a bajar. En su vida ya no quedaba nadie y
se sintió valiente sin proponérselo. Pensó que lo peor que podría ocurrirle sería
morir a manos de un desaprensivo. Imaginarlo le alivió; si sucedía, se estaría
ahorrando tener que hacerlo el mismo, pero se puso el abrigo por si acaso
arreciaba.
Felisa escuchó el timbre de la puerta y se sobresaltó. Se
asomó a la mirilla y vio a su vecino mirándola fijamente. Nunca antes había
llamado a su puerta a pesar de que se habían hecho viejos entrando y saliendo
por el mismo descansillo. Dudó si abrir, por lo avanzado de la hora, pero lo
hizo sólo por curiosidad.
Leocadio apenas supo
explicarse pero ella conocía los síntomas del que pide socorro y le siguió
dejando la puerta abierta. Sobre una colchoneta en la destartalada cocina desconocida
vio un muchacho que tiritaba de frío y deliraba. Su piel era muy oscura y
apenas debía tener catorce o quince años. Felisa comprendió que su colindante
no sabía qué hacer y se puso manos a la obra. Entró y salió frenéticamente de
las dos moradas y las mantas de Felisa cubrieron las de Leocadio sobre el
cuerpo inerte del africano. El hombre que era todavía un niño se despertó y se enredó
en las sabanas limpias de ella llorando de fiebre sobre el desvencijado colchón
de él. Los alimentos llegaron a la
nevera vacía y una montaña de medicinas caducadas de los dos fue a parar a la
basura, quedando apenas un par de cajas supervivientes sobre la encimera.
Se preguntaron muchas
veces como habría llegado, pero no encontraron restos de naufragio ni papeles
que testimoniaran su origen. Le velaron como a un hijo y durante ese tiempo se
olvidaron de cerrar puertas en el descansillo solado de terrazo que los
separaba al final de la empinada escalera.
Una mañana el
africano se levantó fresco y sonrió a los seres que le observaban expectantes
en sillas de formica. Un monólogo desenfrenado que no entendieron fue el principio
de una nueva vida para los tres. Le bautizaron José para que pudiera pronunciarlo
y la nevera de Leocadio permaneció espléndida para alimentarle durante los
muchos meses que el muchacho tardó en alcanzar una altura vertiginosa. Se hizo
adicto a las tortillitas de camarones y devolvía favores sobradamente fregando
a todas horas. En sus hogares ya no hubo silencio porque canciones y frases incomprensibles
sonaban felices en un idioma desconocido. Poco a poco, los octogenarios aprendieron
a abrazarle y el muchacho a dejarse besar y también a balbucear palabras que
escuchaba en la lengua de sus improvisados padres.
Leocadio le enseñó a
pescar y el oficio de las chapuzas mientras Felisa lo acogía en la cocina para
desentrañar juntos el arte de la buena mesa hecha de sobras y la difícil
ciencia de la lectura y la escritura.
Una mañana de agosto José los invitó a gambas en un
chiringuito atestado de la playa. Les contó que había encontrado trabajo
estable en una obra de Cádiz y Felisa protestó porque sus papeles aún no
estaban en regla, a pesar de haberse tragado los ahorros de las dos casas. José
arguyó que al constructor no parecía importarle y que a él le preocupaba muy poco
y le despidieron deshechos en lágrimas. Le vieron marchar hermoso como un dios
montado en un autobús de línea. Cuando le perdieron de vista, regresaron. Ascendieron
por las escaleras del bloque de pisos sin ascensor en un silencio sobrecogedor.
Nada se dijeron al
llegar al descansillo porque, no estando el chico, no había cosas que hubieran
aprendido a contarse. Las puertas se cerraron y la nevera de Leocadio volvió a
estar tan vacía como silenciosa la casa de Felisa, pero ninguno llamó a la
puerta del otro: Leocadio porque no sabría cómo decir que la amaba y además se
estaba quedando ciego; Felisa porque una mujer no debe dar nunca el primer paso
y además notaba los primeros síntomas de vacío en sus recuerdos recientes.
Felisa y Leocadio tomaron la costumbre de citarse los jueves
en un banco frente a la playa. Felisa lo anotaba en una hoja que colgaba en el
espejo del baño para no olvidarlo y conseguía acudir a casi todas las citas. Charlaban
animadamente sobre las cartas de José y soñaban con verle regresar un día. Ella
leía en voz alta las cartas que los ojos de Leocadio ya no podían ver y el
repetía lo leído tan pronto lo escuchaba porque sabía que ella acababa de
olvidarlo.
Así pasaron algunos
años.
Una de esas tardes,
cuando ya no lo esperaban, un hombre gigante de piel oscura se precipitó sobre
ellos. Los apresó en un abrazo enorme que los levantó del suelo pegándolos a su
pecho. Las lágrimas de Felisa iban y venían porque olvidaba y recordaba todo en
uno y Leocadio, que ya no podía ver, palpaba su cara con la misma ternura y
asombro con la que José acariciaba la suya rota de arrugas.
El hombre, que se había hecho de hierro
blandito, los llevó en volandas a un coche aparcado al borde del paseo. Tocó el
claxon metiendo una mano por la ventanilla y Leocadio recorrió con sus manos la
chapa del compañero, que reconoció al instante.
-Ya no podré
conducirlo. – Dijo Leocadio con una sonrisa emocionada y vacía de dientes - Pero
me alegra que seas tú el que lo haga.
-Me habías hablado
tanto de este coche que no he parado hasta encontrarlo. – Dijo José satisfecho –
Apretaré el acelerador para que sientas el viento del estrecho entrar por las
ventanillas.
Felisa se sentó en el
asiento trasero como por instinto y Leocadio lo hizo a su lado sin ponerse el
cinturón. Cuando el coche cogió velocidad por la carretera que andaba paralela
a la costa, sintió la brisa sobre su rostro y se supo joven, fuerte como un hombre
que empieza a vivir por primera vez. Fue entonces cuando sacó una de sus manos
por la ventana para que luchara contra el aire, mientras susurraba al oído de
Felisa que la quería con toda su alma.
Por un momento ella
lo entendió y tomó la mano de él sumergida en un amor tan intenso que le
pareció el primero.
Unos segundos después
ella olvidó y retiró su mano un poco asustada.
El volvió a empezar y
ella lo reconoció de nuevo para otra vez olvidar.
Leocadio tuvo la
certeza de que lo suyo sería un amor eterno que empezaría con las mismas
palabras cada vez… un sentimiento siempre nuevo, una de esas cosas que jamás caducan.
José el Africano
conducía, sonriéndoles por el espejo retrovisor.
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