Cuando se marchaba, rumbo a un futuro incierto, a un país desconocido y
entre gentes extrañas, puso en su mano aquel llavero de inscripción al dorso ya
ilegible, de plata negruzca y ajada y de heráldica borrosa, portador desde hacía
más de cuarenta años de la llaves de su casa.
No era el valor de un objeto, que en sí no valía nada, sino simbólico traspaso como quien regala su alma,
el magnetismo de una brújula para encontrar el camino de vuelta y un pedacito
de memoria para recordar a los que nos aman.
Cerró el puño y abrazo con fuerza a su padre y los dos supieron, en aquel
instante, que mientras ese insignificante objeto estuviese en su bolsillo, existía
un pacto de retorno mutuo: el joven volvería al hogar y el viejo le esperaría.
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